Carlos Gustavo Jung

A la playa con Jung

¿Existe el alma? ¿Todavía es posible hacer esa pregunta? Carlos Gustavo Jung y las señales de una respuesta

30 de marzo de 2025

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La lectura de Carlos Gustavo Jung fue como una invasión fecunda. Agitó una danza de dudas de cuya compañía sigo disfrutando. En el prólogo al “Secreto de la Flor de Oro”, el medico suizo despliega conceptos originales y condensados, plenos de consecuencias. Necesito a cada paso volver sobre el texto temiendo haberme perdido algo. Obstinado por lo que busca cruza fronteras conceptuales. Se mueve entre la psicología y la filosofía. Su tenaz forma de acercamiento hace crecer sin pausa el objeto que persigue, ya que creyendo hurgar en lo inconsciente individual se enfrenta con una materia extra personal, de cuño histórico y universal. Así parece conformarse nuestra parte sombría, esquiva a la apremiante vigilia. Esto resulta verificable para Jung y aun para el observador profano si sabe mirar. Va a insistir lo suficiente con respecto al carácter empírico de su trabajo, porque hasta científicamente entendido, lo que se va a encontrar cuando se ha llegado dentro del alma humana es nada menos que el mundo. Claro que el mundo significado, tanto en sus dos fases más eminentes, la extensiva y la temporal, como en las más sutiles, la memoria histórica y la simbolización de lo supremo. El inconsciente de Jung ya no es una jurisdicción del sujeto y trasciende el camino labrado por la historia individual. Tampoco es su destino hacerse capturar por la razón conciente. Así, en Jung, el pensador que va floreciendo desde el medico, no entiende como puede tomarse por entidad metafísica su postulado fundamental, el del inconciente colectivo. Se profesa tal objeción observando el tema de manera insuficiente, omitiendo que la existencia humana es inextricablemente psíquica, y que toda forma de simbolizar la vida y el mundo es psicológicamente verdadera, o al menos merece el tratamiento clínico de una verdad. Nuestra propia fisiología nos consta mediante su correlato psíquico. También aclara Jung que no sale a buscar textos orientales para obtener fórmulas curativas. No es un importador de conceptos para introducir en la psicología con un rango técnico. Esta idea es subsidiaria de un extendido error: Creer que el espíritu occidental puede saltar sin problemas a un estadio que no ha alcanzado por su propio desarrollo, copiando, cooptando o apenas traduciendo. Son apropiaciones extemporáneas. El hombre de nuestro hemisferio podrá acercarse de veras a una totalización menos alienante por un solo camino: El desarrollo de su pensamiento partiendo del lugar en el que se encuentra. Puesto sinceramente a formar nuevas figuras con las piezas que ha utilizado hasta aquí, que en sí mismas no son malas. De lo que se trata entonces es de computar en el estudio de los fenómenos psicológicos una forma de ver el mundo que no ha silenciado funciones que considera naturalmente inherentes e insustituibles para la naturaleza humana. Una visión que pretende hallarse a salvo del vértigo racionalista y sus consecuencias Con ese ánimo busca Jung las claves de aquel pensamiento al que encuentra dotado de mejores medios para reconocer un tipo de realidad reticente a revelarse en los términos de una racionalidad imperativa. Obviamente, no se trata de certezas cuya ignorancia o conocimiento resulten inocuos para la suerte del hombre. Por el contrario, se trata de representaciones más adecuadas, y en cuya postergación sospecha Jung las raíces de variados males.

Tres presupuestos condicionan esta posibilidad:

1) La autonomía de lo psicológico. Las producciones de la psique, incluso las más excepcionales o arbitrarias, no son provistas totalmente por una fuente ajena a la personalidad del hombre. Una religión por si sola no puede generar la actitud religiosa. Simplemente se acopla a una disposición innata, aunque no siempre activa. La afirmación clásica de la realidad del alma queda implicada en este aserto.

2) La existencia de una especie de anatomía o estructura psíquica universal, compuesta por un conjunto de funciones que promueve prototipos de representación comunes a nuestra especie. Señala Jung que esto explica la posibilidad misma del entendimiento humano en general y de que diferentes códigos sean recíprocamente traducibles. En términos históricos se trata de las más básicas herramientas simbólicas. Dane Rudhyar postula su probable origen económico, alumbradas como medios elementales para intentar el dominio de la naturaleza. Son hijas de los primeros pliegues de la conciencia sobre el mundo y son por ello las que se encuentran más cerca de la línea instintiva, de la hora eminentemente biológica de la humanidad. Preceden, en el ordenamiento histórico del espíritu humano, a cualquier otra forma o nivel de significación. La existencia del inconciente colectivo no es otra cosa que la vigencia soterrada de estos elementos bajo la forma que Jung define como arquetipos. Aquí no resulta inapropiado traer una noción aportada por Rene Guénon respecto del hinduismo, donde señala que para aquella corriente el mito es la penúltima verdad. Tales conjuntos simbólicos saben seguir presentes incluso bajo la conciencia del hombre actual involucrado ya en sistemas más complejos, aunque no necesariamente mas luminosos.

3) Una intencionalidad inherente a la personalidad total de cada hombre (consciente e inconsciente) Se trata de una tendencia a ampliarse y desarrollarse en el proceso que Jung denomina de individuación. La personalidad no es neutral, necesita expandirse, ser más. Aun cuando las manifestaciones de esta tendencia pueden no ser advertidas o incluso combatidas desde el propio nivel consciente.

El ensanchamiento de los contenidos formales de la conciencia en el curso del tiempo se ha reflejado precisamente en la construcción de los lenguajes y metalenguajes con los que la cultura se ha sofisticado. Pero para Jung este desarrollo parece tener un tipo cronológico acumulativo que la conciencia acompaña flotando en principio sobre la última capa históricamente adquirida. De ahí su frase de que “la conciencia es el sueño mas profundo de nuestra personalidad”

En el caso de lo que podemos llamar el núcleo de la cultura occidental europea, el desarrollo de la razón llevó al intelecto a subvertir su posición original al servicio del espíritu. La tardía y fecunda reacción contra la unilateralidad del racionalismo también nace de una confusión. En la justa condena a la funcionalidad política de las religiones, se termina culpando al espíritu por abusos del intelecto (la teología) y sobreviene la convalidación de un materialismo cerril. El contraste con el modo de pensar oriental consiste entre otras cosas en el equilibrio que mantuvo aquel punto de vista para no privilegiar en exceso a una de las funciones psíquicas en detrimento de otras. No ha generado en la psique, según Jung, una división tan profunda y tensa entre lo conciente y lo inconciente. De hecho, él había comprobado que la salud mental se expresaba en la capacidad de superar un problema mirándolo desde un nuevo y más amplio punto de vista. Un crecimiento de la conciencia que no solo ha modificado la magnitud del problema, sino que también ofrece a la salida del mismo un sujeto que difiere del anterior. Como contrapartida la ausencia de salud se manifiesta en la tendencia a quedar fijado en o contra una determinada situación hostil. Pero ha llamado su atención que la nueva perspectiva producida por la superación del conflicto no condice nunca con la expectativa previa. Sin embargo, se integra armónicamente al conjunto de su personalidad. Ese movimiento se le aparece como imprevisto y producido casi a desmedro del estado inmediatamente anterior. Lo que intento decir es que en este suceso cuya dinámica es asimilable a la del tipo alquímico ha habido un modesto lugar para la voluntad conciente. Encuentra entonces Jung la correspondencia con una paradojal noción del hacer que consiste en disponerse para que ciertas cosas ocurran, renunciando a ese control monolítico que de acuerdo a nuestra preceptiva cultural la conciencia debiera ejercer sobre nuestros los psíquicos. Una doctrina que ha incorporado la consideración no exclusivamente intelectual de los componentes preconscientes parece ser la clave del equilibrio perdido. Como confirmación, alude luego a los espasmos de conciencia. Se trataría de pausas, treguas, interrupciones del control o del incesante fluir del pensamiento, que también evoca a las recomendaciones puntuales de las técnicas de meditación. Estas instancias dejan aflorar y manifestarse a contenidos más postergados. Son pausas propias y frecuentes en las experiencias místicas y en las artísticas. Allí se expresa aquello que no se deja procesar mediante la razón. Aunque sea la razón, finalmente, la encargada de entender la naturaleza de estos procesos. Es aquí donde reluce una diferencia con el psicoanálisis: En primer lugar, porque el inconciente Junguiano no esta compuesto únicamente por materiales capaces de llegar a la conciencia. Y, en segundo lugar, porque Jung entiende que traducir los contenidos inconscientes en términos de la racionalidad es sobrecargar el campo de la conciencia con elementos que no necesariamente son de su incumbencia, saturando su función de contralor y agravando el desequilibrio. Aquí se apuesta al precepto de que un conflicto será superado cuando se pueda explicar su génesis, pero es probable que la interpretación se confunda con la cura. En tanto, la fuerza que reclamaba ser escuchada, reducida a una síntesis inteligible, tomará nuevos caminos y se cobrará la venganza. De este modo, se prolongan indefinidamente los enigmas para una conciencia que resultará experta en diagnosticarse pero que difícilmente contribuya a edificar la paz interior anhelada. En “Psicología y Alquimia”, no se contenta Jung solo con afirmar una suerte de estructura psíquica genérica. Va más allá e incluye la existencia de un proceso psíquico independiente de las circunstancias individuales, que, en sus propias palabras, persigue una meta y progresa como puede en esa dirección. Coincide demasiado con lo que en términos de conocimientos de orden no científico suele denominarse Tao, sentido o misión.

Llega entonces el momento de explicar por qué ingreso al tema que propongo de la mano de mi propio Jung, tal como le llamo esa lectura seguramente parcial que hago de su complejo pensamiento. Sumando a lo ya expuesto algunas definiciones ofrecidas en su ensayo “Psicología de la Religión” me tienta decir que el medico suizo, atado al propio mandato de no exceder los limites de su disciplina, tal vez se ha cuidado de presentar la base de su recia fenomenología de la siguiente manera: “ Señores: Hemos comprobado que hay en la personalidad total del hombre una intención y necesidad general de dirigirse hacia aquello universalmente expresado en el arquetipo de dios, mas allá de su variada representación a través de la historia y la cultura. Esto es inherente a la psique humana y tanto puede manifestarse en una latente capacidad cognoscitiva no ordinaria como de auto elevación. Si existe o existiera, además, con independencia del hombre como especie o individuo, algo asimilable a un dios, a una inspiración superior, o a una dimensión de excelencia espiritual que complete y justifique la correspondencia con aquella función, será en vano ocuparse de cualquier tema relativo al alma humana prescindiendo de este radical asunto”.

Desde mis primeras lecturas de Jung presentí que tomado de su pensamiento podría llegar a ensayar un fundamento hábil para cierto tipo de personas: Me refiero a quienes estamos dispuestos a atender a las evidencias de un nivel de realidad más fino, excelso, o sublime -verificable cuando menos en el arte- desde un rango de reconocimiento superior a la inmediatez arbitraria y emocional de la creencia. Elijo este sustento conceptual u orientación por los siguientes motivos:

En Occidente, ha ocurrido con frecuencia que lo que no ha podido ser expresado en sistema o racionalmente discernido se convierte en pretexto para toda suerte de nihilismos, escepticismos o variantes castradoras del positivismo. Comienzan allí apasionadas aventuras intelectuales que se sienten legitimadas cuando algún discurso consagra y hasta exalta nuestra limitación cognoscitiva, nuestro déficit para dar cuenta del cosmos. Son autores que parecen recibir con euforia una noticia que de ser cierta debiera causar al menos temor o frustración. Desde semejante lugar, es inevitable renegar de cualquier búsqueda espiritual que pretenda vertebrar una filosofía. Queda a salvo, por su especial naturaleza, la dictadura de la creencia. Y el esfuerzo por entender o por aprehender la totalidad sigue confinado exclusivamente en la órbita de la religión. Como contrapartida, los desarrollos filosóficos se eximen a priori de comprometer en el camino un correlato que los haga sospechosos de “espiritualismo” o “metafísica”. En cambio, vemos como sin complejo alguno se hizo descender a la filosofía a la arena de la política, la lingüística o cualquier otra subespecie. En cuanto a la religión, sin desmerecer su oferta de aproximaciones, validas o genuinas según el caso, no logra escapar de construcciones que mantienen al entendimiento humano en actitud subalterna. Allí la razón se coloca de antemano al servicio de dogmas o principios, generalmente de matriz histórica o veladamente política. Solo le facilitan un acceso armonioso a quienes no necesitan explicarse la naturaleza de lo que devocionan. El que no obtiene en vida esa experiencia de la fe, se pregunta con cierto derecho si no está fatalmente sellado por la inferioridad espiritual. Puede plantearse si no ha nacido vedado para lo superior, ciego para la luz mejor. Si no se trata de un necio importante, no podrá justificar esa suerte de frigidez mística imaginando que los templos están llenos de tontos o supersticiosos. De lo contrario, un buen día puede reparar en el carácter de la diferencia que guarda con quienes adoran sin complejos ni dudas. Si no se entrega antes a la comodidad del pensamiento negativo, tal vez advierta que su vocación por lo absoluto no es inferior a aquellas. Al contrario, tal vez sea de tal magnitud que le compele a reclamar algo superior a la pura fe para poder saciarse. Jung, leído cerca del mar, es un buen modo de ingresar a ese replanteo.


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