
Atomos y metaforas
Comentario a un diálogo entre el budismo y la ciencia
15 de abril de 2025
“El infinito en la palma de la mano”, de Mathieu Ricard y Trinh Xuan Thuan es uno de esos libros que sacuden la comodidad intelectual. La arquitectura física del mundo parece haber sido hecha -o incluso pensada- para privilegiar al hombre y posibilitarle una vida histórica. Sin embargo, voces de la ciencia, a lo largo del siglo XX, han difundido la inquietante novedad de que tal disposición no era ni necesaria ni demostrable, tanto para la física como para la biología. El gran etólogo Konrad Lorenz, por ejemplo, afirmaba que los peces también podrían haber dado un salto evolutivo imprevisible en caso de haber recibido alguna vez determinados desafíos del ecosistema. ¿Corresponde envidiar la suerte de nuestros ancestros, los simios, prodigándose entre rama y rama hasta que una sucesión de dificultades los vino a despertar? ¿O deberíamos celebrar la presencia de las dificultades computando en ellas el acicate que moviliza a la especie? ¿Promueve todo esto alguna cosa asimilable a un “progreso” ?; y en tal caso: ¿su dirección nos conduce hacia algún lugar preferible? El libro se zambulle resueltamente en estas aguas.
El encadenamiento de variantes físicas, químicas y ambientales necesarias para que la vida humana prospere es tan afinado, tan específico y tan desproporcionadamente insignificante dentro de una escala de probabilidades, que invita a recuperar la ilusión de haber sido los elegidos. Así, la evolución de las especies sería un partido que estamos jugando con un arbitraje interesado. Habríamos obtenido ese favor a cambio de un gran número de promesas. La aptitud para negociar parece sellar nuestro ADN y hasta es posible que en secreto veneremos a Mercurio. Mientras tanto, los peces siguen inmolando su suerte en los ardides del pescador. Y este, con seguridad, se ufana de las jerarquías inherentes a la relación predatoria. Pero: ¿Conoce a su vez el pescador aquellos anzuelos de los que todavía no ha sabido soltarse?
La indagación con respecto a la delicada cuestión de la finalidad nos conduce rápidamente a esa zona donde se insinúa la doble presencia de lo científico y lo espiritual. Allí donde incluso se podría verificar la colisión o el ensamble, la decepción helada o el optimismo de alto rango. Se trata de un espacio más adormilado que oscurecido. Ya no lo bloquean los tabúes ni las limitaciones del conocimiento. Simplemente, recibe escasas visitas. Tal vez, la vida actual permite y alienta la alternativa de diferir el ejercicio de las mayores preguntas, aquellas que remiten al sentido y al fundamento. Pero el itinerario pendiente entre lo que somos y lo que podríamos saber acerca de nuestro propio ser, no deja de perseguirnos en silencio, especialmente cuando no hay armonía entre lo que procuramos y lo que realmente sucede. Si allí nos muestra su aspecto poco condescendiente, también deja asomar la riqueza que ofrece como objeto de contemplación: “Echa mano de la vida en su totalidad. Todos la viven, pero no muchos la conocen; cuando les asombre, les parecerá interesante” Este mandato, proferido como canon artístico en la introducción al Fausto, le corresponde Goethe y es dignamente atendido por el debate científico-espiritual entre un monje budista (Ricard) y un científico especializado en física y astronomía (Thuan).
Los protagonistas representan en si mismos un cruce cultural. Ricard –hijo del filósofo y crítico francés Jean Francois Revel- expresa el pensamiento del budismo tibetano liderado por el Dalai Lama. Su vida traza un sorprendente itinerario. Dedicado seriamente a la investigación biologica en el Instituto Pasteur donde formó parte del equipo del premio Nobel Francois Jacob, desde 1967 comenzó a viajar asiduamente al Himalaya donde finalmente se establece en 1972, trasladándose posteriormente a Nepal y Butan y perfeccionando su adopción del budismo en Daajerling. Decide dejar atrás la vida en occidente y una carrera profesional en la que había alcanzado el doctorado. Thuan, vietnamita nacido en el Hanoi colonizado, completa sus estudios de física en Paris. Con motivo de la ruptura de relaciones entre Vietnam y Francia, debió continuar los mismos en Suiza y finalmente en EEUU, en el Caltech (California), templo de la astrofísica prestigiado por la impronta del legendario Edwin Hubble. Ambos se conocen en Andorra en 1997 y deciden ordenar en una publicación sus frecuentes intercambios teóricos.
El texto que entregan se encuentra regido por intenciones sucesivas.En primera instancia, una puesta en examen de visiones de procedencia muy distinta, pero no se tarda en notar que todo el esfuerzo de los contendientes rezuma finalmente en una presentación del budismo y de su especial visión de la vida y el mundo a través de este contraste con la ciencia. Esto identifica al texto sin desmerecerlo ya que algunos principios de la doctrina nacida en Kapilavastu facilitan la fluidez de las oposiciones sin que tenga la sensación de que los autores dialoguen en idiomas diferentes. Los conceptos del budismo se encuentran lo suficientemente integrados para que esta correspondencia resulte casi inevitable. Efectivamente -al menos en la representación que encarna Ricard- la enseñanza de Gautama no se ata a sentencias inconmovibles respecto del universo físico-biológico y su historia. Es en esta misma aptitud donde el budismo ha adquirido su doble y antigua condena: no es bienvenido ni entre las religiones ni entre las filosofías. Resta resolver si el problema delata una carencia propia o si la división tradicional de tales jurisdicciones encubre excesos y olvidos: Este asunto, que se va desprendiendo como otra secuela de la lectura, solicita una interesante advertencia formulada en su tiempo por Albert Einstein “Una religión sin ciencia es renga, pero una ciencia sin religión es ciega”
A lo largo del texto, la nueva orientación científica que, a través del propio Einstein, Bohr, Heisenberg y otros, se ha ido soltando de nociones clásicas que postulaban entidades fijas o basales (materia, espacio, tiempo, causa), transita zonas de convergencia con un pensamiento acostumbrado a ver el universo bajo las claves de la impermanencia y la interdependencia. Ni siquiera un átomo es totalmente alguien para el budismo. Ni el big-bang es un comienzo. Ni el hombre era el resultado excluyente de la evolución. Su pensamiento está mucho más atento a la posibilidad que a la necesidad. Es una sabiduría que no reclama puntos no precedidos, ni causas que no sean causadas, ni alguna clase de inteligencia que preceda al mundo.
Es especialmente el concepto de “interdependencia” el que mejor articula al budismo no solo con la ciencia sino también con este desenhebrado presente. Dos vetas de la soberbia humana, el etnocentrismo y la tecnocracia, parecen recibir hoy un paradójico escarmiento: los medios de destrucción (científicamente alcanzados) han llegado a las manos de quienes no los hubieran podido desarrollar. La información globalizada empuja movimientos migratorios que trastocan demoradas insularidades culturales. Ergo, la interdependencia se vuelve apremiante en todos los niveles. Salta desde la química hasta la geo-política. Las arquitecturas legales fracasan y en ese contexto un mensaje ecuménico que proclama el ejercicio de la máxima compasión entre los seres toma el rostro de una modesta esperanza. El budismo cuenta con las ventajas de su ubicuidad, puede dialogar en igualdad de condiciones con casi todas las creencias, puede ser adoptado incluso en franca convivencia con otras vertientes espirituales. Suena más amable para la dimensión individual desde que se ha soltado del corsé dualista. Además, su énfasis en la compasión universal no requiere una lógica descendente. Si se le pudiera imaginar al budismo un arbitrario enemigo, este sería sin dudas el sufrimiento. El propio Dalai Lama en el libro “Mi biografía espiritual” dice con humor que “un buen egoísta debería ser altruista”
Pero los inconvenientes que le aguardan no son pocos. No solo por tratarse de una voz relativamente nueva en estas latitudes, sino también por una dinámica de pensamiento que colisiona con algunas de las estructuras formales consolidadas durante siglos. ¿Tendrá la oportunidad que todavía le seguimos debiendo a las aguas del Jordán? No se sabe. Lo sabido es que también se expone a serios riesgos en la aventura de expandirse por este hemisferio, de la cual el presente libro constituye un claro indicio. Se aproxima a una civilización que casi se ha especializado en banalizar mensajes de importancia. Tal vez termine reducido a una preceptiva para curar el dolor de espalda.
Cualquiera sea la suerte futura del budismo, su amago de irrumpir en el paisaje occidental deriva como mínimo una consecuencia: De existir ese tipo de acontecimientos que aun cuando no se los pueda llamar milagros, merecen al menos el calificativo de no ordinarios, uno de ellos es la posibilidad de testimoniar estos cruces que alteran prolongadas continuidades históricas, este privilegio de presenciar la danza multicultural que retrata al tiempo que atravieso. El mundo me ha arrastrado hacia esta preciosa ocasión. Y frente a la desmesura de sus datos e interpretaciones, también resulta excepcional el acceso a libros que, como este, abrazan sin excusas a las mayores incertidumbres que me competen. Y en tanto que lo hacen con el rigor propio de la ciencia y con una amplitud de miras digna de la espiritualidad más madura, resultan ser un esfuerzo acorde a los desafíos que la hora promueve.