Robert Redford en "Indecent Proposal"

Besos robados en el rostro de Robert Redford

Realidad y artificio en las escenas románticas

24 de septiembre de 2025

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¿Qué clase de persona proyectaría varias películas tan solo para discernir si los protagonistas se besan con naturalidad o están fingiendo? ¿Un cinéfilo morboso? ¿Un demente? Pues bien, sin ir más lejos, es mi caso. Me ha animado una declaración de Meryl Streep, quien recordó haberse enamorado de Robert Redford apenas al tercer beso que se dieron durante la filmación de “África Mía” (“Out of África” 1985). A propósito del tema evoqué también el comentario que hizo Shirley MacLaine sobre Marcello Mastroianni cuando filmaron juntos “Romance Otoñal” (“Used People”, 1992). Cuenta en sus memorias que para el actor italiano era indispensable que los protagonistas de escenas románticas se enamoren realmente porque de lo contrario el público no creerá lo que están representando. La astuta Shirley no aclara cómo resolvieron ellos la cuestión. En la comedia “Competencia Oficial” que dirigieron Cohn y Duprat en 2021, Antonio Banderas encarna a un engreído actor, un divo del cine, que debe hacer una escena pasional con su joven compañera Irene Escolar. Antes de tomarla resueltamente para besarla, esgrime esta doble disculpa: “perdóname si tengo una erección y perdóname si no la tengo” Pensé entonces que, si representar el amor -o la sexoafectividad para ser más preciso- fuera equivalente a sentirla, tendría que ver nuevamente cientos de películas y miles de besos desde un nuevo lugar, empeñado en detectar la autenticidad y la falsedad que afecta sin remedio a cada una de estas convergencias. Si los actores se amaron ¿la escena ha sido auténtica al costo de falsear la técnica dramática?; de lo contrario, si no llegaron a desearse, ¿han armado una impostura por ser fieles al arte de la ficción? Por mi parte y como espectador intoxicado por la apología del realismo que domina desde hace años al cine ¿Debo consentir las escenas eróticas sin hilar fino? ¿O el tema no me concierne? Salgo en busca de esa zona imprecisa que habría entre lo que se siente y lo que se actúa, si es que la hay. Apelo al Psicodrama. Si no he entendido mal a un amigo que domina muy bien esta disciplina, la misma enseña que la actuación teatral implica una actualización de roles posibles, quizá acallados o postergados. Sería algo así como un itinerario por los otros que habitan en nosotros, salvo que una vez activados, se revelan como no reconocidos. Se puede decir lo mismo de otra manera: la presunta ajenidad de los “otros” se diluye en la permeabilidad que requiere y solicita la técnica dramática, fundiendo el adentro con el afuera. Ya nos dijo el psicoanálisis que estamos constituidos por lo que nos provee “el otro” desde la niñez. De ser así ¿Quién se confunde más en la ficción, el espectador o el actor? Tal vez la idea de ensayar la otredad como artificio técnico, como ejercicio de dramatización, no sea otra cosa que una coartada para disciplinar la pluralidad que nos acecha. Eso permite clasificar zonas visitadas como no propias preservando una ilusión de centralidad. Si dos actores representan una atracción erótica y esta prospera, amplían un campo de experiencia real como lo demuestra la simpática y tardía revelación de Meryl Streep. Confesiones similares abundan en el anecdotario más sabroso del cine donde con toda frecuencia el encuentro en el set y el comienzo de un romance han sido una misma cosa. Se sabe de sobra que Robert Redford es muchísimo más que un actor naturalmente atractivo. Se podría hablar horas sobre la transparencia de su sonrisa, su cabello oscilando románticamente entre el rubio y el pelirrojo, y especialmente sobre esa mirada que insinúa pudor de sí mismo transmitiendo una paz confiable. No es el galán recio ni el imperativo, es un domesticador paciente de las emociones ajenas. Para denotar firmeza o resolución, no necesita la gestualidad. Luce más que bien con el traje claro en “El Gran Gatsby” a bordo del Rolls Royce descapotable, pero no menos con ropa de vaquero y lazo en mano rodeando al caballo herido en “The Horse Whisperer”.Su tipo de elegancia es honesta, y está remitiendo siempre a un registro de la belleza más sólido y amplio. Desde luego, tras recorrer más de 10 películas suyas, fallo rotundamente en esto de entrever lo que ocurre cuando Jane Fonda, Kristin Scott Thomas, Barbra Streisand o la propia Meryl Streep lo besan. Pero el itinerario, un poco cronológico y absurdamente tenaz, finalmente me premia. Cuando ya iba a desistir de escribir esta nota, me enfrento con una película en la que el papel de Robert Redford abre el exacto correlato de la cuestión en juego. Se trata de “Propuesta Indecente” (“Indecent Proposal” de 1993). Lapidada por la crítica, largamente acusada de banal y sexista, la película de Adrian Lyne no deja de tener un curso cautivante por las actuaciones y la propia presencia de Demi Moore -en su esplendor- un maduro Robert Redford y un conmovedor Woody Harrelson. El director, Adrian Lyne, se acredita como persistente explorador de emociones sensuales desde su ruidosa “Atracción Fatal” de 1987 pasando por el digno remake de “Lolita” en 1997 hasta la turbulenta “Infidelidad” de 2002. En “Propuesta Indecente” me ofrece a Diana (Moore) y David (Harrelson) como una pareja joven plenamente enamorada que pasa por un apremio económico. Deciden ir a Las Vegas para tratar de multiplicar 5000 dólares prestados y fracasan. Pero en el casino conocen a un multimillonario (Redford) que se siente atraído por Diana. En síntesis, Redford le ofrece a David –como si fuera un propietario- un millón de dólares por una sola noche con ella. Tras no poder conciliar el sueño agitados por la tentación de semejante suma de dinero, Diana y David resuelven aceptar luego de un contrapunto en el que cada uno intenta que la decisión quede a cargo del otro. Se prometen enterrar el hecho en el olvido y no hablar nunca de ello para no hacerse daño. En este punto, se supone que Diana tendrá que actuar una velada erótica que no desea. Pero las cosas no son tan claras. Ya en la cubierta de su lujoso yate, mientras la noche refleja la costa californiana, Redford, confiado, le asegura a Diana que durante el cumplimiento del acuerdo “no sucederá nada que ella no desee que suceda”. De regreso a casa con David y el millón acreditado en la cuenta, comienzan las dudas y los reproches. Él se enferma de celos y necesita saber cómo fue la experiencia para Diana. Agotada por las sospechas y el acoso, ella termina reconociéndole que aquella noche de sexo contratado fue “hermosa” y tras separarse de David comienza a tener una relación continua con Redford. Sigue luego la película en busca de un desenlace confortante que quizá la empobrece, pero eso no interesa a los efectos de lo que pretendo decir. El caso es que Diana también hizo realidad de ficción, o abrió un camino que no pudo desandar. Un momento brillante del dialogo, cuando la pareja revisa la crisis en la que han caído por haber aceptado aquella inquietante propuesta, David le dice a Diana: “no tuve miedo de que lo prefieras a él, tuve miedo de que tuvieras razón en preferirlo”. Con consecuencias mayores, Diana en esta ficción corrió una suerte parecida a la relatada por Meryl Streep. Seguramente el gran actor, director y productor americano, es un referente ideal para suscitar este tipo de conflictos. Me resuena y se actualiza el eco de tantas mujeres cercanas repitiendo, a propósito de “Propuesta Indecente”, que tratándose de Robert Redford ellas lo hubieran hecho gratis. Ladinamente, la pérdida y el paso del tiempo, hoy me permiten que la admiración se sobreponga a la envidia, cuando imagino que estas mismas mujeres podrían haber sido, para escenas específicas, unas actrices muy convincentes.   

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