Ingrid Bergman

Cuatro estaciones de Ingrid

Historia de un rostro indeleble

10 de abril de 2025

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“Hay algo de regio en ella. Debió ser la reina de alguna nación”. Goldie Hawn me deja esta definición que le promovió Ingrid Bergman en ocasión de compartir ambas un set. La actriz sueca fue una musa para innumerables historias, pero su propia vida desgrana un arco de colores que computa el drama, la comedia, y la ensoñación. Ese mundo lindante con la fantasía asoma con naturalidad en el libro “Ingrid Bergman, mi vida”, autobiografía realizada con la colaboración del escritor Alan Burgess.

Su marca personal incluye proezas: Interpretó en cuatro idiomas, fue la segunda en premios de la academia de Hollywood (pese a darle a Katherine Hepburn 10 años de ventaja, casi una proscripción). Fue dirigida por Cukor, Fleming, Hitchcock (en tres oportunidades), Rossellini (cinco), Renoir, Litvak (dos veces) e Ingmar Bergman, entre otros. Obtuvo el papel de una mujer de 36 años cuando ya tenía 54 (“Flor de cactus”) provocando la furia de famosas colegas. En “¿Aimez vous Brahams?” que aquí se estrenó como “No me digas adiós” (1961) la crítica encontró a Ingrid tan plena y atractiva a los 46 años que el papel de una mujer en declive, asignado por el guion, resultaba inadecuado.Logró que un grupo de japoneses pague una carísima entrada en un teatro londinense tan solo para verla porque no entendían el idioma. En teatro, actuó enyesada y en silla de ruedas inventando una comedia dentro de otra lo cual fue coronado por un interminable aplauso de pie. Frente a una de las más jugosas ofertas de la Twentieth Century Fox, el director ucraniano Anatole Litvak forzó una cláusula que establecía como condición indispensable para dirigir la película (“Anastasia”) que Ingrid fuera la protagonista, arriesgando su propia participación.

Doblegó al público americano y al sueco luego de sufrir ataques y rechazos. Derrotó a los críticos especializados, quienes debieron finalmente inclinarse. Se negó a cambiarse el nombre, a posar en traje de baño y tomó la palabra al recibir un premio para decir –congelando al auditorio- que lo merecía otra actriz a la que nombró abiertamente. Fue amonestada públicamente por la iglesia luterana de Suecia y un pintoresco senador norteamericano utilizó una sesión parlamentaria para repudiarla. Frank Sinatra voló 4500 kilómetros en un día para dedicarle “As time goes by” en ocasión de celebrarse un aniversario de “Casablanca”. Por su vida y por su casa desfilaron, entre otros, Ernst Hemingway, Paul Claudel, Robert Cappa, Arthur Rubinstein, Greta Garbo o Lauren Bacall.

Dicho esto, me dispongo para una débil tentativa de de escrutar itinerario de su semblante a través de los países que corresponden a etapas diferenciables en la carrera de Ingrid Bergman y que quisieran haber informado a su imagen filmada:

EEUU: EL DESCUBRIMIENTO

El libro detalla la importancia de la producción en el cine de Hollywood entre los años 30 y 50. Efectivamente, la presencia de David Selznick al comienzo de su carrera y la amistad personal de Ingrid con Irene (esposa del productor) tuvieron una influencia difícil de medir. Es descubierta en su potencial dramático y fotogénico. Va a ir decantando en la pantalla un nuevo tipo de figura femenina. Desde la promisoria aparición en “Intermezzo” (1939) junto a Leslie Howard, hasta sus trabajos bajo la dirección de Alfred Hitchcock (1946-1949) ofrece aquella mirada siempre capaz de sugerir una especial profundidad, aunque cercada todavía por el deslumbramiento y la sorpresa por estar donde está. Ella lo confiesa valientemente a propósito de “Por quien doblan las campanas” (1943) e incluso de la mismísima “Casablanca” (1942) de la que llega a decir que allí se vio a si misma poniendo “cara de nada”. El mejor regalo de su rostro en esta etapa se encuentra en “Gaslight” (luz que agoniza) (1944) bajo la dirección de George Cukor. Quizá sea el film que desprende motivos para esperarla. Le ha añadido seriedad y energía a la belleza. Su expresión comienza a escapar de ese magnetismo que parecía no necesitar más, el mismo que la impulsó al éxito con aquella “cara de nada”.

ITALIA: EL CRECIMIENTO Y LA TORMENTA

Inteligentemente, el libro, pese a seguir en líneas generales la cronología de su carrera, comienza con aquella tarde de 1949 en la que Ingrid conoció la obra de Roberto Rossellini, y en la que tal vez se conoció a sí misma. Ver “Roma, ciudad abierta” fue su camino de Damasco. Isabella Rossellini, su hija, sostiene que el romance de Ingrid con el director italiano era inevitable después de ese visionado. Italia representó un salto crítico, incorporación y también, abismo. Atrás quedaba un matrimonio, una hija y la condición de mimada en la meca del cine. El neorrealismo no necesitaba divas del melodrama, solo tenía lugar, como decía Cesare Zavattini, para los héroes ignorados. Era un cine de “atención social”.

A ese mundo decidió entrar resueltamente Ingrid Bergman. Quizá se cruzaron dos apuestas personales: ella quería mostrar que sus aptitudes no la excluían del cine crítico y Rossellini quería probar si ese estilo era capaz de triunfar fuera de Europa. No muchos vieron entonces que se trataba de uno de los cruces más felices y fecundos del cine. Los seguidores ideologizados de Rossellini no pudieron digerir a una exitosa rubia hollywodense y los devotos de Ingrid no le perdonaron su doble abandono, artístico y familiar.

Resulta casi inverosímil repasar los sucesos que la llevaron por aquel camino por el que la estrella deviene en heroína. El primer y caótico experimento de ambos fue “Stromboli (terra di dio)” (1950). Tanto que el propio volcán de la isla entró en erupción durante el rodaje en una oportuna arremetida simbólica. En aquel paraje de olvido y desolación, Ingrid y Roberto construyeron su relación personal y dieron luz a una película que, por solitaria y aventurada, fue también indeleble.

Repasando sus recuerdos, entiendo mejor aquel rostro que ha virado soltando una sensualidad antes retenida. Este tono nuevo irrumpe en el pedregoso paisaje de la isla piloteando su primer plano. La fuerza esencial del trazo femenino ya no funciona a requerimiento como en los besos fraccionados de Gary Grant. Ahora ha salido a cazar. Es un gesto más potente, aunque cruzado por las sombras de la culpa. Las viejas vestidas de negro, que en la película murmuran en su contra, replican el coro de condenas que llegan incluso a maldecir su reciente embarazo de Rossellini. Es el punto en que más se aproximan su vida y su actuación. Italia fue un rítmico contraste. Un manantial de discusiones, querellas, reproches. Fue asfixiante, pero también tuvo calidez, delicias y buenos amigos. El caudal incontenible y ambiguo de Roberto y su genialidad, el bolsillo prodigo y la Ferrari temblando en la ovillada costa amalfitana. Ya en “Viaggio in Italia” (Te querré siempre) (1954) Ingrid irradia un contrapunto entre crecimiento e insatisfacción. Han aparecido en su mirada algunos filos acusadores, pero ha obtenido una madurez que completa su encanto. Se hace acreedora de este comentario del Sunday Times: “Ingrid Bergman no trasunta la belleza sino la rareza de lo bello”. Un paso mas y estará en el ápice

INGLATERRA Y FRANCIA: LA REVANCHA

Francia tiene con Ingrid una sugestiva familiaridad. Si los galanes americanos fueron quienes más la empujaron en la taquilla (Gary Grant, Gregory Peck, Humphrey Bogart), sus compañeros franceses se acomodaron mejor a los espacios que ella generaba: Especialmente la refinada firmeza de Charles Boyer -en dos films- aunque no lo hicieron menos Yves Montand o Jean Marais. El traslado a Paris para representar en el teatro inicia también su alejamiento sentimental de Rossellini. La aguardan un fecundo reencuentro y una estupenda propuesta. Su amigo Jean Renoir, no quiso dirigirla en su era americana. Solía pretextar que la iba a esperar con la red cuando ella estuviera cayendo. Prepara para Ingrid -y así se lo reconoce a la prensa- el delicado filme “Elena y los hombres” (1956). Desde esas imágenes cuidadas y poéticas, Ingrid Bergman deja asomar su plenitud. La tormenta ha comenzado a ceder. En su nuevo semblante se resuelve un juego de erotismo e ironía. Hay conocimiento y humor. Renoir atrapa este momento con estilizada lucidez. “Elena y los hombres” es una película, es una historia, pero es también el olimpo audiovisual de una mujer.

Si fuera poco, en algún café de Paris la vida le ofrece la gran revancha con el público mundial. Sella con Anatole Litvak el acuerdo para rodar en Londres “Anastasia”, su retorno triunfal. Es 1957: Para entonces, el escaso encanto de la burocracia soviética y la comprensible nostalgia de un mundo que había visto morir a 50 millones de personas, dulcificaban la fantasía de una heredera Romanoff salvada por milagro en Ekaterinburgo. En la necesidad de suspirar por el pasado, el publico hasta podría omitir el catastrófico sino de aquel linaje. La Fox vió bien claro los beneficios de incentivar esta alucinación y así se organizó una suerte de versión secularizada de “Cenicienta”, que de tan excelentemente dirigida, actuada y vendida, terminó devolviendo a Ingrid al lugar natural que le asigna un periodo británico luego de su muerte en 1982: “Nadie cubrió mejor que ella la distancia que se tiende entre la artista y la estrella”

SUECIA, ALEMANIA: EL BROCHE DORADO

Ya en “Flor de Cactus” (1969) -una sabrosa comedia de Gene Sacks- la Bergman destila una suficiencia. Sin transpirar, se devora la pantalla. No hay más dudas ni cuestionamientos: Es magnifica. El libro nos provee a esta altura los momentos de más alta emotividad. Ha llegado el tiempo de la confianza y también de la gratitud. Nos relata la recomposición de su vida familiar –incluida la hija americana Pia Lindstrom- y una fecunda resignificación de su indisoluble vinculo con Roberto Rossellini. Estos fragmentos son imperdibles. Se aproxima a una coronación especial: Filmar en sueco, dirigida por su compatriota Ingmar Bergman. “Sonata de Otoño” (1978), filmada en Munich, es el saludable producto de este encuentro que para mayor lujo incluye a la sueca adoptiva (nació en Noruega) Liv Ullman.

El acuerdo no es fácil. Ingrid le cuestiona una parte sustancial del guión donde la hija (Liv) y la madre (Ingrid) tocan sucesivamente en el piano un preludio de Chopin. “Ingmar, es una locura, el público se levantará y se irá de la sala o se quedará dormido”. Justamente, es imposible sustraerse a esa escena. Pero Ingrid no contaba con su propio talento, al que sí apostaba el director. Es el núcleo del film, el momento que condensa los significados de ese áspero drama. La imagen de Ingrid es allí la de una satisfecha sabiduría. La de alguien que hecho con su vida lo que debía hacerse. En aquella mirada siempre profunda se cierne alguna grieta de temor por acechanzas de su cuerpo. Prevalece, sin embargo, un gesto amplificado y dispuesto hacia los otros. Hay seguridad sin envanecimiento y una aplomada aceptación de los dictados del tiempo. Su belleza se ha enriquecido

Para ojos optimistas, Ingrid Bergman podría ser un auspicioso hito de la especie, un fundamento para la ilusión. Para otros, un descuido de la medianía. Pero cualquiera sea el caso, los que amamos el cine no dejaremos nunca de venerarla.

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