Nicolas y Alexandra (1971) de Franklin Schaffner

Desdichas encadenadas

Marcha de la pareja imperial rusa hacia el abismo

14 de abril de 2025

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“Millones morirán porque no sabes decirle que no a tu esposa”. La escena, a bordo del tren imperial, es intensa. Porque la madre de Nicolás II no exageraba en la admonición. La mujer del nefasto influjo era Alexandra Fiodorovna, alemana, nacida Alix de Hesse y el hombre sin carácter ocupaba un puesto inadecuado para semejantes debilidades: “Zar de todas las Rusias”. Poco puede decirse a su favor salvo que esa otra reina, la suerte, parecía ensañada con su destino. Luego de cuatro niñas, el esperado heredero, Alexei, nació con hemofilia. Ante la impotencia de los médicos, Alexandra acudió a las dudosas artes del monje Rasputín, elevándolo a consejero. Corrupto y disoluto, significó para la dinastía el golpe de gracia. Nicolás quedó prisionero de sus vacilaciones y terquedades, pero la historia lo puso en el peor lugar y momento. Rusia perdió por primera vez una guerra bajo su mandato (en 1904 contra Japón) y en medio de una brutal hambruna recibió la declaración de guerra de Alemania en 1914. Era la tierra de su consorte, quien comienzaba a copiar la suerte de María Antonieta: Repudiada y sospechada por el mismo pueblo que la hospedaba. El final las igualará por completo.

Fruto tardío de una clase despótica y arrogante, la dupla imperial retratada por Franklin Schaffner en “Nicolás y Alexandra” (1971), atraviesa un tiempo al que no sabe interpretar. Categorías como “el honor”, “la tradición” o “las señales divinas” sustituyen el profesionalismo militar y político con que se miden las distancias, los recursos y las intenciones adversarias. Ese sostenido porte altivo raya en la estupidez y permite acusar al filme de procurar con ello sino la justificación, cuando menos la absolución del personaje.

Pero si la suspicacia se extendiera a la búsqueda de una empatía con Alexei y las jóvenes zarevnas -cuyo desamparo ante el desalojo y el despiadado traslado a Siberia se exhibe en proporciones mucho mayores que las tropelías zaristas- Schaffner podría oponer que ha filmado la historia de la familia real. Lo que no se omite nunca es el patetismo de Nicolás: ensaya proclamas casi como en soliloquio, no ve ni escucha y tal vez carga un profundo temor a la verdad. Los reclamos populares son reprimidos sanguinariamente y un espiral descendente de desaciertos lo conduce a la tragedia de Ekaterimburgo casi sin escalas.

Otra excelente escena dibuja su inadmisible candidez cuando ya abdicado pregunta a los enviados de Kerensky si lo alojarán en el veraniego palacio de Livadia, cerca de Yalta. No imagina que nunca volverá a pisarlo y que la Rusia que considera su propiedad, 30 años después estará representada allí mismo por José Stalin, nada menos. La película es narrativamente tolstoiana, enlaza a la perfección el arco que une el detalle íntimo con la amplia coyuntura histórica mundial. Lo formal se pone aquí a disposición del relato y el relato atrae y conmueve durante tres horas y media. La puesta en escena es esplendorosa, con acentuados contrastes de colores y ambientes. Intachables son las actuaciones de Michael Jayston y Janet Suzman en los roles principales, aunque lo que destella es la imponente interpretación de Rasputín a cargo de Tom Baker, realmente perturbador. Película grandiosa, duele no verla.

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