
El brazo sobre mí
Una referencia a la desolación
5 de agosto de 2025
Gonzalo me abraza con inercia. Más exactamente, lo que hace es abandonar los brazos sobre partes mías, como si dejara algo olvidado. Creo que reclama y a la vez proclama cierta servidumbre de mi cuerpo, un poco sensual y un poco estoica. Prolonga tomas propias de una intimidad sobre el césped de esta plaza. Juntos, asesinamos porciones de tiempo. La plaza derrocha cemento en curvas que pretenden tornarse fugas y no van a ninguna parte. Solo pesan y agobian, como mucha gente que circula por aquí. Personas que no van a ofrecerle a Gonzalo un trabajo, una casa o un tratamiento. Tampoco van a preguntarle si se siente bien, porque están apurados. Aquí faltan árboles y arbustos, enredaderas y flores. Falta esa nobleza de los bancos de madera con base de hierro y hojarascas para cobijar amores en penumbras. Gonzalo y yo no usamos los bancos de cemento, y no solo porque los odiamos. Es por la forma que él tiene de tenerme o de tocarme. Así esconde mejor las búsquedas y los espasmos tiránicos de su sexo. Algunos giran la cabeza para vernos, no me importa lo que piensan, aunque me empieza a importar que ya no me importe. Contra todo, yo persisto él, en este amor tan físico que le promuevo y con el que atajo sus despertares. En la molicie de esta plaza y en la agilidad gatuna que ambos tenemos para ocultar lo que cualquiera supone, él sigue siendo mi única cruzada. Colérico o tierno, es un esfuerzo vano que se me acopla a la vida. Ronda mis hombros y mis costillas, se vuelve boa y alfombra. Me entrego a ese osito mío que lastima. A través de tantos atardeceres como el de hoy, no lo he podido cambiar en nada. Eso no me ha vencido, ni va a vencerme, pero lastra mi continente abierto. A veces noto que lo calmo, pero son solo fluctuaciones entre cada crisis. Hay días, notorios días en los que le gusta mucho el amor, y es ahí cuando sueño que lo que queda de Gonzalo me podría a devolver a Gonzalo. Pero no sucede y sigo luchando sola, nadie más cree que esto tenga sentido y aunque los pueda entender, no los voy a perdonar. No se ha hecho el camino -el de la vida digo- para que algunos queden sin más a la vera. Sé que tal vez muera por él y no estoy para metáforas vulgares. Hablo de morir, quién sabe, por su propia mano en medio de las oscuridades que lo arrancan y lo dejan pertenecer a otra cosa. Pero ni viva ni muerta seré sin él. A lo sumo mi suerte va a empeorar, como ya viene empeorando. Camino hacia nuevos problemas en el trabajo porque me escapo para él y son pocos los que están dispuestos a entender que Gonzalo ya no entiende. Y no son justamente los que deciden. Pero no está pasando nada que no supiera casi desde el principio, puntualmente desde una noche con aquella banda que la mala salud y la policía han ido mermando, en aquella casa fugaz que presagiaba todo. Allí vislumbré, tal vez, el último pasadizo capaz de llevarme a alguna otra vida que no fuera esta. Fabián y la negra alquilaron o mintieron que habían alquilado una vieja casa que parecía no haber sido habitada en años ni estar aguardando la mudanza de nadie. Pero así eran ellos y sus cosas. La casa tenía varias roturas y unas pocas plantas muriendo en despintadas macetas, pero era al fin una casa. No dominábamos, en general, el sentido de una casa, la cifra de su cobertura. Los encuentros nuestros transcurrían en otro tipo de lugares o eran como un fugarse de todo lugar. Las tardes y las noches nos encontraban en situaciones no del todo elegidas. Éramos inestables y furtivos. Fabián prometió un asado. Retengo la imagen del patio con el piso de fatigado rojo y sus altas paredes ahogando un poco el cielo. Sobre una de ellas se resolvía una parrilla sin campana, con la base atestada por un grumo confuso de hojas podridas y cenizas viejas. La cruzaban unos fierros extenuados por el tiempo que se hundían hacia el centro. No había muebles ni comodidades. Pero Javi iba a traer en la camioneta de su padre un juego de sillas y una mesa entablada con caballetes. Incluso con tan débiles indicios, me sentí a metros de la felicidad. Íbamos a tener con Gonza un momento con amigos. No era una cuestión de legitimación -impensable en aquella banda- pero era una pausa para el cansancio errante. Un rito que, por una vez, no nos redujera a contingencias y complicidades. No tuve, ni antes ni después, otra espera tan dulce, de cara a la parrilla donde se iba a calentar una comunión. Nada del otro mundo para cualquiera, pero un portento para la historia que veníamos escribiendo mal. Habíamos comprado -con plata inexplicable- algunas bebidas. Adoraba la idea de preparar y servir cubiertos, ensaladas o papas horneadas. Cenaríamos seguramente tarde. Los horarios también los imponía Fabián sin que comentáramos sus razones, y Gonzalo, menos que nadie. Su apego a Fabián era mecánico, no juzgaba ninguno de sus actos, solamente lo seguía como una sombra. La negra tampoco era una anfitriona, estaba drogada por demás y no sabía ni le preocupaban la hora, la comida, o cosa alguna. Pero nada de eso me afectaba. Yo compraría el pan, prepararía la mesa y si era necesario también haría el fuego. Hubiera sido capaz de hacer todo sola con tal de armar un momento que nos contenga. Pero se hizo difícil torcer el silencio. Las horas nos fueron comiendo a nosotros. La negra, dormida. Gonzalo, abstraído e indiferente. Fabián, ausente. La parrilla, muerta bajo uno de esos cajones de manzana junto a una bolsa de carbón sin abrir. Ese lacónico preparativo fue lo único que nos quedó. Fabián llamó a la medianoche y dijo que las cosas marchaban bien. Gente muy ansiosa por una de aquellas diligencias suyas “al toque” iban a pagarle con un lechón que no apareció nunca. Yo recordaba los minuciosos preparativos de mi padre, sus previsiones días antes de cualquier reunión de amigos. No era todo tan fácil, ni tan literal. Tal como marchaban las cosas, mi cena soñada tendría lugar entre las 2 y las 3 de la mañana en el mejor de los casos porque la madrugada avanzaba sin que Fabián diera señales. Todo empezaba a parecerse mucho al grupo, todo era inconexo y abortivo. Por un momento me negué a creer que la madrugada nos fuera a encontrar como siempre. Cansados, sin brújula, sin haber comido ni dormido. Sin haber compartido otra cosa que decepciones. Con uno que llora, con otro que vomita, con alguien que se va, o con alguien que se suma sin que sepamos quién es. Con nadie. Vi prefigurarse entonces lo que me pasa hoy. Me falta el dinero y debo bastante. Mi madre ya no me ayuda. Hace algo peor que reprocharme mi obstinación. Se calla, lo saluda secamente a Gonza, y sigue con lo suyo. Supongo que ya lo odia. De esa dura forma, me hace saber que ha renunciado, que ha cancelado su lucha por disuadirme, y empiezo a añorar incluso su hostigamiento, su agrio interés por mi suerte. Mate a mate, y bajo el mismo techo, se aleja de mi vida. Casi no hablamos más, ella nunca creyó en Gonzalo y ha dejado de creer en mí. Ignora que me ha retirado el mundo. Necesito que algo me ayude a sostener mi causa, pero no lo encuentro y me voy con todo lo que no funciona a llorar a mi cuarto, una añadidura que se estira hacia el fondo del patio. Es un lugar caluroso que se oscurece con rapidez cuando el sol pasa detrás del tinglado vecino. Allí sueldan, cortan, y golpean. Antes detestaba esos ruidos, pero ya no me importan. Hace muchos años que nadie se sienta debajo de la vieja pérgola del patio. Los caños que todavía la soportan se oscurecen de óxido y una pared lateral se va desprendiendo de la medianera. Cada lluvia deja todo en peores condiciones. Papá reunía allí a sus amigos. Yo les alcanzaba la soda o el hielo. Jugaban a las cartas y reían sin demasiados motivos. No sé muy bien como era papá, pero tampoco él hubiera luchado para entenderme. Murió antes de todo esto, y creo que fue mejor así. Es en ese sentido que no consigo extrañarlo. No le gustaba enterarse de lo que realmente pasaba y de a poco lo voy entendiendo. Por ser diferente, a mí me esperan otras cosas. Más tarde o más temprano, a Gonza le va a llegar la internación sino le llega antes la cárcel. Para ese entonces, seguramente, habré perdido mi empleo. Como siempre, me va a tirar todo encima: La desesperación, la exigencia de que haga algo. Sus padres ya han desertado y lo amenazan con denunciarlo. Me pedirá que vea abogados, políticos, jueces o secretarios de jueces. Burócratas que no van a mover un dedo cuando él esté hasta las manos. Ojalá me lastime únicamente a mí, pero no puedo asegurarlo. Me torturará gritándome que no aguanta más, que va a matarse. Voy a estar completamente sola, me entreno para una vida de perro callejero. Mi prima -me lo viene advirtiendo- habrá dejado de prestarme plata. Haré sola las visitas para acoplarme a su infierno. El peldaño siguiente podría ser el hospital, si no lo matan primero en la celda o en los baños, porque sé que va a meterse en problemas. Dejarán que agonice en una cama tubular, medio olvidada y pintada a desgano. Yo recordaré entonces, algunas jornadas tímidamente luminosas. Las últimas con Gonza en mi casa y en mi pieza, cuando mi madre no se enojaba tanto y en los desayunos se colaba alguna alegría torpe. Se decía que en el galpón necesitaban a alguien. Gonzalo estaba bien –o no estaba tan mal- y con mi madre le hacíamos bromas con eso. Una infinita mañana dijo que iba a hablar con el dueño. Una obligación, un sueldo, la ilusión de una vida menos azarosa. Tal vez hijos algún día. ¿Por qué no? Sé que sonaba absurdo tratándose de él, y de nosotros, de todo lo que decíamos. Pero yo veía pasar esa vida por la calle: Hacer compras, revocar paredes, criar a alguien. Me siento una miserable cuando creo que daría todo por un poco de aquella chatura, por una migaja de seguridad. Pero se suponía que nosotros éramos los que “se la bancaban”, como rezaba nuestro himno y era triste –cuando no imposible- retornar al rebaño. Sin embargo, me costaba clausurar fantasías pueriles: Gonzalo volviendo del trabajo y nuestra cama sostenida por algo más que las ganas. Cuando lo metan dentro de una bolsa verde de polietileno, aquellas imágenes vendrán a decirme que deseché a conciencia lo que supuestamente me hubiera convenido. Resonarán con fuerza las monsergas de tanta gente razonable que me ha cruzado en la vida. Van a tener más razón que nunca, al punto en que mi caso quizá les provea el morboso placer de ufanarse por habérmelo advertido. Pero hay arte y épica en mi catástrofe voluntaria y las mezquinas razones de ellos solo funcionan un paso antes de las mías. Toda esa sensatez hegemónica y organizada no podrá explicarme nunca que sea justamente bajo su imperio, donde Gonzalo se multiplica por miles cada mañana que sale el sol.