
El ocaso del Conserje
La aventura del turismo en tiempos de la tecnología
30 de marzo de 2025
Ingreso a la recepción del hotel. Una chica joven constata mi reserva en la computadora. Me preocupa especialmente que confirme la transferencia de dinero que hice con antelación. Traigo unas doce copias de ese movimiento, pero no hace falta. La chica -que se presenta como Claudia- me comenta que ya está todo registrado. Empezamos bien. Me muestra la habitación y la cochera. Noto que, para pasar de un espacio a otro, ella marca algo sobre un panel luminoso en cada puerta que va abriendo. El lugar me gusta, es nuevo y cómodo. Volvemos a la recepción, donde me toma el número de celular y me explica que las puertas del hotel abren por código electrónico. Empiezo a preocuparme. Claudia me envía por whatsapp los números de cada código y la clave de wi fi. Ahora me preocupa el plural. Parece que hay un código para abrir la puerta de la habitación y otro para la cochera. Creo que voy a necesitar a Alan Turing, pero me hago el actualizado. Le pido entonces la llave para ir a buscar las cosas y entrar el auto. Claudia me repite con una sonrisa que, como acaba de decirme, “en este hotel no hay llave, la llave es el código”. También me aclara que ella va a estar en la conserjería solo hasta las 20 horas y que cualquier cosa que necesite se la haga saber por whatsapp. Sonrío, pero pienso probar todo antes de esa hora porque esto no me gusta nada. Seguro que los problemas comienzan cuando ella se va. Lo más importante, ver si anda la clave de wi fi y el agua caliente, en ese orden. La saludo, vuelvo sobre mis pasos y le pregunto:
- ja, perdón… ¿Cómo se marca el código?
- Hay un pequeño tablero negro en el marco de la puerta. Pase la mano para activarlo, ahí va a ver todos los números iluminados. Cuando está prendido usted marca los tres números del código seguido del numeral. Inmediatamente, empuja la puerta hacia adentro y ya está
- Ah, es fácil, gracias
Rodeo rápidamente la manzana donde está emplazado el hotel para probar mi aptitud. Estaciono frente a la cochera, bajo con el celular en la mano y trato de encender ese dispositivo. ¡Se prende! Todo va bien, salvo que olvidé los anteojos en el auto, no distingo el 9 del 3. Le pido a mi mujer que me los alcance. Ahora que puedo ver, el dispositivo se apaga. Paso otra vez la mano, busco el whatsapp de Claudia y marco los tres números y el numeral. La puerta responde algo en inglés. Empujo, pero no pasa nada. Empiezo a insultar a Claudia y a todo el mundo, mi mujer me dice que me tranquilice y me fije si no estoy marcando el de la habitación. Efectivamente, ése era mi error. Marco el correcto y el portón se abre. No sé si el sistema es muy cómodo, pero me transmite seguridad. Traigo conmigo la notebook y siempre temo que me la roben. Quiero salir a comer algo y sentirme tranquilo. Bajo la valija y cruzamos un hermoso patio interno con largas plantas y una pérgola de madera lustrada. Subiendo la escalera se ingresa a la galería donde se alinean las habitaciones. No puedo abrir esa puerta, no encuentro el dispositivo. Empiezo otra vez a insultar mientras mi mujer me señala el picaporte. Claro, esta puerta es tradicional, no funciona por código. Finalmente, ingresamos en forma mecánica a la galería y en forma electrónica a nuestra habitación, la 11. Saldremos a cenar, pero antes conecto la notebook a la fuente y a internet. Escribo un par de cosas, la apago y la dejo en la habitación.
No imaginaba que iba a comer mi mejor paella en plena llanura cordobesa. Esta ciudad se apoya sobre la antigua ruta 9 y produce un tipo de cordobés relativamente santafecino, sin tonada que lo delate. Celebro mi plato: la cocinera ha permitido que el arroz se apropie con equilibrio del marisco y las verduras. Es caldosa y abundante. Tomamos un sauvignon blanco que se beneficia con la intrusión del hielo. No debiera, pero sumo unas peras al borgoña a las que el caramelo les ha impreso una pátina acharolada y oscura. Veo pasar con destino a otra mesa un filete de abadejo que desborda a ambos lados de la fuente. Ya no quedan mesas en este lugar que alguna vez fue una casa y donde se come de maravillas. Claro, es un club vasco. En perspectiva puedo ver una gran caja colgante que oficia de pantalla luminosa. Está hecha con paneles de policarbonato sobre los cuales alguien pintó con enjundia unos símbolos vizcaínos. Un árbol que, en el afán de redondearle la copa, se termina pareciendo a E.T. y un león cuya melena comienza demasiado tarde dándole a la cabeza el aspecto de un castor. Pero la ferocidad que le falta al león, les sobra a los colores elegidos por el artista. Llega la cuenta y es prudente. Buen momento, volvemos al hotel.
Cansado, estaciono frente al portón de la cochera. Me dirijo al sensor numerado para marcar el código. Confiado, bajo sin el celular. Pruebo unas catorce veces y el portón me niega sistemáticamente la entrada en inglés. En el castellano más vulgar, insulto a la madre del dispositivo. Voy al auto a buscar el celular y compruebo que se quedó sin batería. Caigo en la desesperación. Tanto el contacto con Claudia -que ya debe estar durmiendo plácidamente - como los insufribles códigos están ahí. ¿Qué hago ahora? Un vecino que pasea el perro por la vereda me ve contrariado.
- ¿Qué le pasó?
Le cuento y le pregunto si sabe dónde vive la maldita Claudia, porque si no la ubico tendremos que dormir en el auto. El hombre me tranquiliza
-Espere que lo vemos a Liborio
- ¿Quién es Liborio?
-Un vecino amigo de Antonella
- ¿Y Antonella quién es?
- La dueña del hotel
- Ah, ¿Liborio le puede pedir que venga?
- No, no, porque Antonella está pasando unos días en Tailandia
- ¿y entonces?
- Nada, que Liborio sabe cómo es lo del código
- ¿Estará levantado a esta hora?
-Sí, sí, porque los viernes se reúne con amigos
Llegamos a la puerta de la casa de Liborio. Sencilla, blanca, muy cuidada. Nos sale a atender la esposa. Amable, la mujer nos acompaña a través de la cocina, pasamos a un patio que luce un mimado jardín con rosas de dos colores y nos conduce hasta el quincho, donde se escuchan voces entusiasmadas. El señor del perro le detalla la situación a Liborio, quien me invita a pasar
-Adelante hombre, pase, sírvase algo
-no, gracias, muy amable, pero tengo a mi señora en el auto, solo quería ver si puedo entrar al hotel, discúlpeme
Liborio apoya la copa en la mesa y prepara la explicación. Se nota que disfruta el rol. Usa teatralmente las manos
-Vea, Antonella puso hace poco en valor el hotel y se hizo traer este sistema electrónico muy moderno que muy pocos lo tienen. Hizo una gran fiesta de inauguración y nos mostró a todos cómo funciona
- ¿a todos?
-Bueno, a los más allegados, unos 200 vecinos
-ah, qué bien
Lo digo mientras pienso que hay al menos unas 200 personas en condiciones de robarse fácilmente mi notebook a las que hay que sumar aquellas que se han ido enterando por infidencias. Empiezo a temblar. Liborio continúa
- Mire, es muy fácil. Para entrar a la cochera usted pone los tres números de la patente del auto de Antonella, el Peugeot blanco que está ahí mismo estacionado
-pero es que justamente a la cochera no puedo entrar
-ya lo sé, ya lo sé, pero ese número se lo voy a dar yo, es el 301 ¿tiene para anotar?
- sí, sí,
- entonces anote el 301. Luego, para abrir la otra puerta tiene que sumarle al 301 el número de la habitación. ¿Usted en cuál está?
-en la 11
-Claro, la que da al patio, bueno, entonces usted tiene que marcar el 312 seguido del numeral y listo. Si no, cualquier cosa, nosotros vamos a estar acá un buen rato más
En este último comentario de Liborio hay una sorna disfrazada de amabilidad. Insinúa que soy un idiota. Le devuelvo la gentileza:
-Muchas gracias, Liborio, pero tengo una duda ¿este sistema se puso por una cuestión de seguridad? Porque es probable que muchos conozcan ya el código y la fórmula…
- No, caballero, Antonella lo hizo para modernizar, no por miedo. No sé de dónde vendrá usted, pero aquí nadie le va a robar nada, de eso puede estar seguro
Asimilo la sonrisa socarrona de Liborio sin más alternativa que agradecerle y corro con desesperación para entrar primero el auto e ir luego a la habitación a verificar que esté la notebook. La veo y me tranquilizo. Me acuesto un poco agitado, pero mañana sigue el viaje.
Las sinuosidades de la ruta provincial 5 de Córdoba son atractivas hasta que, después de doblar cientos de veces para a un lado y para otro comienzo a hartarme y añorar las tediosas rectas bonaerenses. Identifico a tiempo la rotonda y me zambullo en el orbe turístico de Villa. No uso GPS porque no acepto que me guíen. Encuentro la hostería. Ocupa la esquina de una calle que cae hacia el centro. Tiene una linda terraza con deck de madera que da vista a la ciudad y se ingresa por el cómodo salón comedor. La chica que me atiende en la conserjería es aún más joven que Claudia, pero comparte con ella el hábito de abandonar el hotel a las 20 hs. Me da una llave con la que puedo abrir tanto la habitación como la cochera. Me avisa que conviene dejar ya el auto bajo techo antes de que se llene. O sea, hay menos dársenas que autos, de modo que, como decíamos cuando niños: “punto y coma, el que no se escondió, se embroma”. Desde luego, el detalle no consta en la promoción de los portales de turismo donde incluyen con desparpajo el “parking gratuito”.
Salimos a recorrer la muy preparada calle principal de la Villa. Es un enclave pretendidamente alemán en medio de Calamuchita. Cervecerías y más cervecerías saturadas de muñecos tiroleses que evocan el pasado más amable de Alemania, pero con los precios bien al día y en dólares por las dudas. Construcciones de tipo montañés, con exuberantes cantidades de madera. Se vende todo y de todo: portatermos con la cara del papa o la iconografía incaica, almohadones con forma de tortuga, elefantes de peltre, alfajores, buzos, gnomos de todos los tamaños, remeras, escabeches de cualquier alimaña, aceite de oliva, incienso, platería, embutidos, vinos y mermeladas en miniatura. Llegamos al centro cívico donde se celebra “La fiesta del chocolate alpino”. Se han armado varios puestos alineados que preparan chocolate con lo que sea. En el escenario, varias parejas de cordobeses vestidos como campesinos de Baviera, bailan una danza supuestamente típica. La coreografía no es muy ardua: dos saltitos a la izquierda, dos a la derecha y cierran con una patada propia de los zagueros centrales apremiados. La gente aplaude como loca y los falsos alemanes se retiran saludando agradecidos. Un animador toma el centro y empieza a pedir que levanten la mano las madres. Las que padecen tal condición responden con entusiasmo y el locutor pide un aplauso para ellas. Hace lo mismo luego con las abuelas, los nietos, y las tías. Cuando termina de adular a todos, los insta a consumir chocolate hasta intoxicarse. Afortunadamente, consigo salir del lugar. Subimos caminando la pintoresca calle que nos lleva al hotel. Le comento a mi mujer que me complacen las soluciones clásicas, por ejemplo, las llaves y las cerraduras
- Ves, lo nuevo es una comodidad mal entendida. Con esta misma llave abro la cochera y la habitación y no tengo que memorizar nada ni depender del celular
- sí, pero yo digo una cosa: si vos abrís la cochera con la misma llave de la pieza, ¿los demás como hacen? ¿Tienen dos llaves?
Mi mujer siempre fue muy buena para hacer preguntas perturbadoras. Claro, los otros también pueden abrir la cochera. En conclusión, ¡todos tenemos la misma llave! Cualquiera puede estar entrando ahora a nuestra habitación para llevarse la notebook. Dejamos de caminar y empezamos a correr cuesta arriba hacia el hotel. Entramos al hall y vamos a la pieza. Está todo. Pero ambos nos miramos y pensamos lo mismo: cualquiera de los que se están alojando aquí puede abrir.
- Verifiquemos si es así, vamos ahora a la habitación de al lado y la abrimos con esta llave
- ¡Estás loco! Mirá si hay gente adentro
Finalmente dejamos la llave puesta en la puerta y corremos la cama doble para que trabe cualquier posible intento de entrar. Necesito dormir para seguir manejando mañana, pero no va a ser fácil.
Hacemos la última etapa. Curvas, olivares, diques. Todo muy lindo. Cambiamos de provincia. En San Luis las elevaciones se van fatigando y empieza a asomarse la pampa con su sed de infinito. Hay menos verde y más ocre. Los ríos son solo una promesa del verano. Llegamos a destino. Aquí hay un lago que entra varias veces en Chascomús, pero a diferencia de la amable ciudad donde nació Alfonsín, aquí el charco está escoltado por la sierra. El lugar ofrece alternativas: tomar mate viendo el lago desde el sur, el norte, el este o el oeste. Por las noches, ver el lago reflejando los cambiantes colores de un hotel internacional. También se puede comprar pan casero y con total libertad se pueden añorar las librerías porque no hay ninguna. La ancha cinta de asfalto que rodea al lago fue en los buenos tiempos un circuito de competición automovilística. Damos dos vueltas buscando una carnicería y encontramos una. Compramos un lindo corte de cabrito (aquí no conviene llamarle chivo al chivo porque eso puede desatar una guerra de secesión). Vamos ahora a la cabaña que reservamos. Le aviso por whatsapp a la dueña que hemos llegado para que nos abra. Amable, nos explica que ella vive en la capital provincial -a 20 kilómetros- y que por eso nos ha dejado las llaves de la cabaña 4 al lado de la maceta que está junto a la puerta. Desde luego, nos repite la frase infaltable: “cualquier cosa que necesiten, me llaman”. Ubicamos el lugar y entramos con el auto. Es muy lindo. Un predio bastante amplio, con un par de árboles en el parque y cuatro casitas sencillas. La 4 es la última, la del fondo del terreno. Busco la llave en la maceta y no la encuentro. Otra vez empiezo a insultar. Mi mujer me pide que me calme y busque en el piso, entre la maceta y la pared. Efectivamente, ahí están las llaves. Entramos a la casita y la dueña se reivindica. Es antigua y sin pretensiones, pero todo funciona de maravillas, especialmente la estufa. Buena noticia porque hace tres grados bajo cero. Principia la noche detrás de la sierra y comienzan a caer copos de aguanieve que tiñen de color ceniciento a la ladera. Esto es muy bello. Salgo otra vez a la galería y veo que la parrilla es perfecta, está bajo techo, es amplia y bien equipada. Insisto en cocinar el cabrito afuera. Enciendo el fuego pensando que lo mejor de estas provincias es el espinillo. Basta un fósforo para asegurar buenas llamas y brasas. Al llegar aquí, habíamos celebrado la intimidad de la cabaña 4, pero ahora empezamos a notar que no es necesaria porque no hay absolutamente nadie alojado en las otras tres unidades. Mi mujer me pregunta si no hay vecinos. Compruebo que tras el alambrado se extiende un pajonal de mi altura. Al otro lado hay una verdulería que ya cerró. Estamos solos en este paraje. Ya no es solo la notebook, ahora temo que vengan a matarnos. Resolvemos dejar que la cocción avance y servirnos una copa de vino dentro de la casa cerrando la puerta con llave. Excelente. Tomamos un trago, conversamos un poco y salgo nuevamente afuera a renovar el fuego. Como en Nazareno Cruz y el Lobo, veo una silueta negra que se va perdiendo entre el pajonal al amparo de la noche. Se trata de un furtivo perro puntano. Miro hacia la parrilla y compruebo que se trata de un can de formación marxista que no suscribe el principio de la propiedad privada. Con él se ha ido mi trabajado trozo de cabrito. Por suerte en el viaje habíamos comprado un salamín y un queso de cabra que pensábamos regalarle a alguien. Cambio de planes. Esta noche tampoco podremos dormir. El viento hará ruidos perturbadores que activan la imaginación. Le reconozco al perro que haya respetado la notebook, es un buen gesto con el turista. Apuro la última copa de vino evocando aquellos conserjes de mi tiempo. Hombres que se dormían con la boca abierta en el sillón, pero lo esperaban a uno para abrirle la puerta a la hora que fuese. Todo eso se ha perdido