Cary Grant y Grace Kelly en "To Catch a Thief" de Alfred Hitchcock

El sexo después de Cary Grant

Tiempos y tópicos de la comedia vistos desde el icónico Cary Grant

30 de marzo de 2025

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“Un Cuento Perfecto” es una serie española de 2023 escrita y dirigida por Chloe Wallace. Sus dos personajes centrales son los muy jóvenes Marga (Anna Castillo) y David (Álvaro Mel). El azar los reúne en una naciente amistad cuando ambos vienen de una ruptura sentimental: Marga, insegura, dejó plantado en el altar al atildado Filippo y David -contra su voluntad- fue dejado en libertad por la sensual Idoia. La serie obtiene frescura porque consigue traslucir que tanto Marga como David, al menos al principio, creen sinceramente que construyen una relación de amistad en el marco de la cual van a intercambiar consejos y confidencias con miras a recuperar a sus anteriores parejas. Los une la solidaridad en medio de la pérdida. Marga, de cómoda situación económica, invita a David para que la acompañe en un viaje de turismo a Grecia. La convivencia, entornada por las dulzuras del mediterráneo, va disparando destellos de atracción recíproca entre los “amigos”. En la escena decisiva del Capítulo 5, David le está enseñando a Marga a conducir una motocicleta de alquiler en la isla de Santorini. Ella está al comando y él va sentado detrás, bien aproximado para ayudarla con sus brazos a sostener el manubrio. En plena cuesta, la marcha de la moto se detiene y deben empujarla con los pies para que vuelva a encender. Discuten, Marga gira de pronto y nota algo en el pantalón de David. Claramente, su compañero de viaje ha tenido una polución involuntaria. Ella se ríe y él, avergonzado, le explica que estaba pensando en Idoia. Pero ya en la habitación del hotel, David decide sincerarse y reconocerle a Marga que el húmedo episodio la tuvo a ella como causante. Su amiga se siente halagada y a partir de allí el enamoramiento entre ambos va abriéndose paso en medio de la amistad. La complementación sexual es la que guía esa expansión. Podría decirse que, en relación a la tradicional comedia romántica de Hollywood, el sexo ha venido ganando espacio en el cine de comedia hasta el punto -alcanzado por esta historia española- en el que la fisiología se encarga de formular la ya vetusta “declaración de amor”.

Si hubo un referente preferencial de la comedia romántica clásica, ese fue Cary Grant. Siempre tostado, siempre azul, con aquella sonrisa contenida y dispuesta. Emblema de la elegancia, resulta difícil imaginarlo participando en tomas como las de la moto. Lo más natural pensarlo como contrafigura de la narrativa desprejuiciada. Sin embargo, el galán inglés no anduvo tan lejos. “Father Goose” (Papá Ganso), película de 1964 dirigida por Ralph Nelson, es una comedia que transcurre al Sur del Océano Índico y Papá Ganso es el nombre en clave de Walter Eckland, el personaje a cargo de Cary Grant. Se trata de un pescador veterano, dueño de una embarcación, solitario y afecto al whisky. En plena segunda guerra mundial, las autoridades militares le ordenan instalarse en la isla tropical de Malatava, Nueva Guinea, para vigilar un probable ataque aéreo japonés y reportarlo. Recluido en una choza, solo, descuidado y asido a su equipo de comunicaciones, recibe la orden de trasladarse para auxiliar a otro vigía en una isla más pequeña recientemente atacada. Allí Walter solo encuentra a salvo a la institutriz francesa Catherine Fresneau (Leslie Caron) junto a varias alumnas suyas, a quienes conduce de vuelta al precario reducto de Malatava. Con su embarcación escorada, Walter debe congeniar en la isla con el ruidoso grupo hasta que llegue el rescate. La marcha diaria reedita con algún añadido el abusado tópico de la bella y la bestia. En apariencia, Catherine y Walter se detestan, pero es evidente que se atraen. Llega la escena: en una baja entrada del mar, guiada de mala gana por Walter -que además la observa- Catherine trata de atrapar peces con las manos. Falla, cae al agua y con la ropa pegada al cuerpo se reincorpora ofuscada. Walter se acerca para enseñarle la técnica colocándose detrás de la empapada francesa. La rodea con ambos brazos dirigiendo los de ella hacia abajo en busca de la presa. De pronto, interrumpe la clase, hace un gesto de sorpresa -muy típico de Cary Grant- y se zambulle rápidamente en el agua. Si bien esta película no desgrana las aclaraciones -que en el caso de “Un Cuento Perfecto” resultan justificadas- la cuestión es que el impoluto Cary, en el umbral de su retiro, estuvo en aprietos similares a los de David.

Efectivamente, “Father Goose”, de 1964 es la anteúltima película del actor. Solo le queda por delante “Walk, Don't Run”, (Camina, No Corras, de 1966, dirigida por Charles Walters) donde sus compañeras de elenco, la muy británica Samanta Eggar y la no tan japonesa Miko Taka (que ya había enamorado a Marlon Brando en “Sayonara”) no lo obligan a quitarse la ropa. Por muy poco ha escapado a la era de la visibilidad sexual y las escenas seriales en las que indefectiblemente hubiera desdibujado su porte: Cary descendiendo melosamente por el torso de alguna actriz hasta salirse del cuadro; Cary de espaldas, desnudo, estirándose en la cama a lo largo de una compañera ya desprovista de ropa; Cary suspirando y bajando los párpados por la acción de una escondida felatriz. Son registros que no existen porque el gran histrión se alejó de la pantalla sin exhibir demasiada carnalidad.

Se pueden postular razones para la progresiva inclusión del intercambio sexual en los encuadres y los diálogos de la comedia romántica: El aflojamiento de las restricciones legales, una tendencia al tratamiento realista de los personajes que ya no justifica la exclusión del tópico, o el influjo de prácticas sociales renovadas, donde la cuestión sexual fue hilvanando el discurso con el que se relata a sí mismo. Pero en el desarrollo de ese mismo giro, ha tenido que asumir también una creciente desmitificación de neta raíz freudiana. El amor de pareja contiene un interés, no es concebible sólo como vocación de desprendimiento. Hay allí algo que se desea y ese componente no es exclusivamente generoso. Traza un espectro que va desde la búsqueda de amparo psicológico a la satisfacción sexual, salvo que sin esta última difícilmente hay pareja. El avance de lo sexual hacia el primer plano del cine implica esa adecuación conceptual.

Retomando a David y su percance, es fácil inferir que la llamada edad dorada de la comedia romántica (la de Cary Grant) no hubiera incluido en su canon a la eyaculación extemporánea como estrategia de seducción, aun cuando pudiera honrar alguna expectativa, como sucede con Marga. A efectos de enfatizar el contraste, se pueden citar algunas escenas de alusión erótica dentro de la extensa filmografía del actor. En “Indiscreet” (Indiscreta, 1958) el director Stanley Donen recurre a una drástica economía. Típica “comedia champagne”, sus protagonistas, Ana Kolman (Ingrid Bergman, 42) y Phillip Adams, (Cary Grant, 54) son una actriz famosa y un notable economista internacional. Tienen belleza, prestigio y mucho dinero, pero les está fallando el amor. Vestidos de gala, cenan en un exclusivo restaurante londinense y luego caminan a la vera del Támesis seguidos silenciosamente por el Rolls Royce y su estoico chofer. Concluido el romántico paseo, Phillip le ofrece a Ana acompañarla hasta su lujoso departamento. En la puerta, ella le hace la ansiada pregunta: “¿quieres tomar una copa?” Corte y en la escena siguiente se suceden plano y contraplano de ambos, a la mañana siguiente, hablando por teléfono desde sus respectivas casas. No han amanecido juntos, pero el tono lánguido con que se confiesan haber dormido “muy bien” delata que han gestionado algo sexualmente grato la noche anterior. Ana invita a Phillip a su casa para prepararle un buen desayuno. La escena siguiente muestra a Phillip acercándose a Ana mientras ella cocina unos huevos revueltos. La besa en el cuello confirmando una intimidad física, pero Ana, con una sonrisa, lo manda a sentarse en la mesa donde el jugo ya está servido. Para dejar constancia que la pasión se ha encendido -dato indispensable en la trama - Stanley Donen apela a una escueta línea de texto: ella detiene la fugaz embestida de su amante diciéndole “...ten cuidado, que la cocinera puede ponerse muy temperamental…” En esta película que trata del amor entre el hombre y la mujer, el beso de Cary Grant en el cuello de Ingrid Bergman es el paso más avanzado.

Muchos años antes, en 1937, el ingenioso director Leo McCarey optaba por la alegoría en su película “The Awfull Truth” (La Pícara Puritana). A consecuencia de varios malentendidos, Jerry y Lucy Warriner (Cary Grant e Irene Dunne), resuelven separarse legalmente. El juez les impone el término de 60 días para habilitarlos a consumar la decisión. A dos horas del vencimiento del plazo, ambos se encuentran accidentalmente en una cabaña de campo a la que han tenido que huir luego de que Lucy armara un escándalo en la casa de la nueva prometida de Jerry. Se acuestan en habitaciones separadas por una puerta que no cierra bien. Es notorio que desean reunirse en una sola cama, la de Lucy, dado que es Jerry el que está enojado. Un reloj mecánico de la cabaña da la hora con dos autómatas, un hombre y una mujer, que salen de la caja hacia adelante, hacen un giro de 180 grados y vuelven cada uno a su respectiva puerta oval. Dos veces, a las 22 y a las 23 horas, McCarey inserta esta imagen en el montaje, alternándose con los ridículos escarceos de Jerry y Lucy que se desean “buenas noches” repetidamente mientras la puerta se abre y se cierra en forma permanente sin que ninguno esté interesado en subsanar el problema. En la campanada de la medianoche, momento en que expira el plazo, los autómatas vuelven a salir, pero esta vez, el muñeco varón cambia de andarivel y marcha detrás de la mujer rumbo al interior de la caja. Queda claro que Jerry y Lucy van a pernoctar juntos poniendo a salvo su matrimonio, pero lo último que muestra la película es esta graciosa anomalía del reloj.

Tal vez tenga razón Ángel Faretta cuando sostiene que, en el melodrama, el amor de a dos operó como un velado sucedáneo de lo sagrado frente a la decimonónica “muerte de Dios”. En los tiempos de Cary Grant, la comedia romántica ha compartido en buen grado esta elevación imaginaria. Los enamorados se reencontraban milagrosamente (incluida la reaparición de una esposa dada por muerta en “My Favorite Wife” de 1940), los matrimonios en crisis se recomponían, las infidelidades no eran finalmente tales, los equívocos se aclaraban, y el amor entre los protagonistas ostentaba la cualidad de lo inquebrantable.

Aquella discreción visual, casi aséptica en materia sexual, moldea el talle icónico de Cary Grant prolongando una influencia inspiradora de tipo crepuscular. En 1993, una comedia escrita y dirigida por la divertida lucidez de Nora Ephron le dedicó un refinado tributo. La película es “Sleeples in Seattle” (Desvelados en Seattle) que aquí conocimos como “Sintonía de Amor”. Annie Reed (Meg Ryan) es una chica romántica que suspira y llora junto a su amiga viendo por enésima vez aquel melodrama de 1957 en el que Cary Grant y Deborah Kerr quedan en encontrarse en el piso 102 del Empire State Building, pero ella se accidenta y falta a la cita dejándolo solo con media Nueva York anochecida como fondo. La escena revista en la cima del romanticismo cinematográfico. Ciudadana de los 90, Annie, que sostiene un pálido noviazgo, sigue soñando con un amor de película. En un programa nocturno de radio (“Desvelados en Seattle”) escucha el testimonio de Jonah, un niño que llama pidiendo una novia para su papá viudo y desencantado, Sam Baldwin (Tom Hanks). Luego de idas y vueltas, hacia el final de la película, Sam y Annie -que no se conocen personalmente- acuerdan encontrarse en la terraza del gran edificio neoyorquino emulando aquel clásico del cine. A ella se le hace tarde y el guardia de seguridad le advierte que ya no se puede abordar el ascensor. Desesperada, Annie le explica que el amor de su vida la está aguardando allá arriba. El guardia, sarcástico, le responde: “...ah, ya veo, Cary Grant...” y le hace una excepción con esa condescendencia que se les suele prodigar a fantasiosos y delirantes. Mientras tanto, Sam, decepcionado, ya ha emprendido el regreso a planta baja pese a la insistencia de su hijo. Los ascensores se cruzan en direcciones opuestas y Annie no ve a nadie cuando llega al lugar. Pero una mochila abandonada la ilumina: Jonah la ha olvidado allí. Naturalmente, padre e hijo vuelven a subir para recuperarla y hacer que se cumpla el prodigio: las dos medias partes que el mundo mantenía separadas se reconocen con fascinación. Con una alta cuota de ironía, esta historia juega a restañar la herida de su celebrado antecedente. El final los exhibe a Annie y Sam apenas tomados de la mano y cambiando miradas. Al mejor estilo clásico, el sexo aquí queda pendiente sin sembrar dudas sobre su salud. Nora Ephron diseña este cierre para una película que, especialmente a través del protagónico femenino, derrama la calidez de una doble nostalgia: por aquel tipo de amor, esencial y predestinado, y por aquel tipo de cine, tal vez el único lugar donde esa clase de amor era verificable. 

Aquella robustez del amor que podía dejar al sexo en la trastienda, empezó a disolverse entre mediados de los 60 y comienzos de los 70. Ya en 1969, apenas tres años después de que Cary Grant se retire, aparece una peculiar comedia escrita y dirigida por Paul Mazursky: “Bob & Carol & Ted & Alice”. Bob (Robert Culp) y Carol (Natalie Wood) son una pareja que comienza a experimentar en el marco de la cultura pop. Libertad sexual, psicodelia y terapias grupales configuran el universo que, en principio, contrasta con sus amigos Ted (Elliot Gould) y Alice (Dyan Cannon) más reservados y convencionales. La interacción entre ambos matrimonios traza una elipse en la cual, Bob y Carol, radicalizados en el mandato de “sincerar” los sentimientos y los deseos, movilizan la perplejidad inicial de sus amigos. Alice, la más reticente a los nuevos hábitos de estos cónyuges aggiornados que han “abierto” la pareja y se confiesan mutuamente sus experiencias sexuales con terceros, es justamente quien hacia el final de la historia realiza un avance totalmente inesperado promoviendo una orgía entre los cuatro. En la rica ecuación de Mazursky los audaces son finalmente engullidos por los recatados y la “liberación” les canjea a los protagonistas el problema anterior por el problema nuevo. “Bob & Carol & Ted & Alice” resultó en su momento perturbadora y aunque no se especializa en escenas de erotismo, el sexo no solo es el leit motiv de todo su desarrollo, sino que es tratado como un asunto en tensión irresoluble. Mazursky le abre a la temática esta segunda vía, cancelada en los tiempos de la omisión. (Curiosidad al margen: durante la filmación, la actriz Dyan Cannon -que encarnaba a Alice- se estaba divorciando de un ya veterano Cary Grant).

La línea que incluye como insumo los aspectos profanos del sexo, sus dificultades y limitaciones, alcanza un fecundo punto de impacto en una comedia del año 1989. “When Harry Met Sally” (Cuando Harry Conoció a Sally) narra una compleja relación afectiva entre dos personas. Siendo todavía estudiantes, Harry Burns (Billy Cristal) aprovecha un viaje en auto de Sally (Meg Ryan) desde Chicago a Nueva York. Se conocen durante ese trayecto de manera agria. Ambos cruzan con hostilidad sus respectivos escudos: Sally esgrime una altiva seguridad superadora, mientras Harry ostenta un oscuro cinismo que se alimenta de la disonancia constante. Se mantienen alejados durante los siguientes 10 años interrumpidos por un solo y breve encuentro que no modifica esa relación. Pero la segunda vez que coinciden, ambos vienen de frustraciones sentimentales que los han vuelto más vulnerables y tolerantes, aunque sigan aferrados a ideas divergentes sobre el amor, la amistad y el sexo. Esta película dirigida por Rob Reiner lleva la afilada impronta de Nora Ephron en el guión. Su logro más interesante es mostrar que las relaciones entre Sally y Harry evolucionan de modo conflictivo, casi a pesar de ellos mismos y no necesariamente por móviles positivos. El temor a la soledad es la fuerza que se sobrepone a las interminables colisiones entre los protagonistas. Con este paso es como llegan al amor. Siendo todavía amigos, Sally llama a Harry para que la consuele. Acaba de enterarse que su ex novio -que rompió con ella luego de cinco años porque se negaba a formar una familia- se va a casar con alguien a quien conoció hace apenas un mes. Sally, que se abraza a su amigo angustiada y llorando, imprevistamente, comienza a asaltarlo sexualmente mientras Harry, sorprendido, se acomoda a la situación. Esta confusa experiencia realimenta los malentendidos entre ambos hasta alcanzar un final de comedia relativamente clásico. Si bien Sally y Harry terminan juntos, pocos finales resultan tan transparentes en cuanto a su transitoriedad. Nada garantiza la continuidad de esta relación. El largo recorrido de los protagonistas repasa muchas más zonas de dificultad que de posibilidad. Si bien la película no deja dudas en cuanto a su clasificación genérica -es una comedia- resulta problemático adjetivar a la misma como “romántica”.

La conformación de una pareja fue cambiando de caracterización. Hoy se habla un poco menos del “amor” y se va sumando a nuestro vocabulario el concepto de relación “sexoafectiva”. La escenificación y visualización de lo sexual, implica un salto a lo prosaico capaz de desencantar a los nostálgicos del sexo sugerido, propio de los grandes hitos de la comedia en los 40, los 50 y parte del 60, justamente los años que lo tuvieron a Cary Grant en el ápice de su iconografía. Antes de apresurarse a detectar en ello decadencia o precarización del retrato sentimental, debería computarse que, paradójicamente, el desplazamiento del amor a la “sexoafectividad” podría salvar la salud del fatigado significante. El concepto de “amor”, eximido de ceñirse a la economía sexual vincular, podría ir en busca de referencias más altas: la compasión, la fraternidad, la solidaridad, o el propio pulso de crecimiento que tensiona a cada producción artística. Pero estas son cuestiones que, si bien impactan sobre el cine, lo trascienden.

Dentro de la producción cinematográfica, la comedia se sostiene hoy con fidelidad a los usos sociales. Dos de sus reflejos son la desdramatización y el desocultamiento de la vida sexual. Con esto, ha ganado familiaridad y transparencia: en la calle, es mucho más probable cruzarse con un apremiado David que con cualquiera de los personajes que encarnaba aquel galán anclado en una sensualidad distante. Entre los factores que consolidan a una estrella de cine, la suerte no es la menor. Cary Grant pudo haber tomado otro camino cuando en 1932 y 1933 filmó dos películas con Mae West, actriz, escritora y directora que fue el blanco preferencial de la censura por su estilo desafiante y precursor. Curiosamente, la aplicación del Código Hays en 1934 que cercenaba los contenidos eróticos del cine, contribuyó a afianzar su caracterización definitiva. Lo mejor de su trayectoria -con amplia mayoría de comedias- quedó blindado entre dos bisagras del séptimo arte: Las prohibiciones a partir de 1934 y los turbulentos finales de los 60. Cary finaliza su carrera en 1966, justo cuando la mecha se acercaba a la bomba. Durante el periodo comprendido entre esos años tuvieron lugar sus interpretaciones más significativas y recordadas dentro del género: “Bringing Up Baby” (1938), “Holiday” (1938), “His Girl Friday” (1940) “Operation Petticoat” (1959), “Charade” (1963), solo por citar algunas. Acaso su secreto haya sido que el cine, pese a haberlo explotado bien a lo largo de tantas historias donde fue novio, amante, cortejante, prometido, esposo de ida o esposo de vuelta, no llegó a desgarrarle cierta consistencia etérea. “Yo también quiero ser Cary Grant”, dijo una vez Cary Grant, tal vez extrañado ante su propia textura de seductor principesco. Aquellos personajes suyos eran viables cuando el sexo, cuidadosamente fuera de campo, simulaba subordinarse a sentimientos pretendidamente superiores y el misterio sobre lo que ocurría en los dormitorios apuntalaba la comodidad narrativa de los “happy end”. En ese sentido, se puede afirmar que la comedia romántica gana y pierde. Ya no debe -ni puede- construir “estrellas” clásicas de cine, pero se ha vuelto más exigente -y si se quiere más meritoria- en tanto que debe arreglárselas abrevando en lo inmediato privada de connotaciones mágicas. La inclusión ineludible de la temática sexual -que en principio sugiere mayores libertades creativas- impone un desafío para guionistas, directores y actores. Hoy nadie podría ser Cary Grant, aunque hay que admitir que aquel comediante excepcional estuvo a salvo de ciertos riesgos.

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