Boris Karloff y Elsa Lanchester en "La novia de Frankenstein" de James Whale

Frankenstein, entre el cielo y el laboratorio

Una romántica pintura de la frontera científica

15 de abril de 2025

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“¿De dónde, me preguntaba a menudo,

procedía el principio vital?”

Víctor Frankenstein

Fue el demiurgo del humanoide compuesto y animado. Había alcanzado el mayor de los secretos. Se llamaba Víctor Frankenstein. Esta formidable idea literaria (“Frankenstein o el moderno Prometeo”), fue alumbrada por Mary Shelley cuando apenas tenía 18 años y enfoca el afán de saber devenido en codicia. Allí apoya su dirección moralizante, manifiesta en la apelación al heroe griego en el título. Pero es la vocación científica el impulso central del personaje y la aventura que lo devora. Así vuelca su testimonio en la ficción el médico que se apropió el poder de crear vida: “...Observé cómo se degrada y consume el hermoso cuerpo del hombre; observé cómo se suceden la corrupción y la muerte en las mejillas radiantes de la vida; vi cómo el gusano hereda las maravillas del ojo y del cerebro. Me detuve a examinar y analizar los más pequeños detalles de la causa tal como se manifiesta en el cambio de la vida a la muerte y de la muerte a la vida, hasta que del centro de todas estas tinieblas me surgió una luz…”

La novela, de acuerdo a la propia autora, fue concebida en la bellísima Villa Diodati, a orillas del lago de Ginebra, en el verano de 1816. El lugar, propiedad de Lord Byron, reunió a la joven Mary, su pareja el poeta Percy Shelley, su hermanastra Claire -amante del dueño de casa- y el doctor William Polidori. Sobran razones para conjeturar que el encuentro excedió el mero intercambio literario -como parecen probarlo las páginas que Mary Shelley le arrancó a su propio diario- pero una noche el anfitrión desafió a sus invitados a escribir un relato estremecedor. Mary fue la ganadora, por su talento, y porque se fundieron en aquella narración suya ciertas obsesiones suscitadas por sucesos científicos de la época. Avances de la química, la anatomía, y especialmente la electricidad. Por entonces, Luigi Galvani creía haberla verificado en los nervios de una pata de rana muerta que se movió por la inserción de dos electrodos y Alejandro Volta lo corregía precisando que lo que hay en los nervios no es electricidad sino unas sustancias capaces de transmitirla. Jóvenes y recientes, aquellos hallazgos no terminaban de mostrar sus límites. Infundir artificialmente la vida no parecía tan remoto y la autoría primigenia del mundo entraba en disputa. En el texto original, el doctor Frankenstein navega con entusiasmo alucinado esta ola de optimismo: “...pensé que, si podía infundir animación a la materia inerte, en el curso del tiempo (pues ahora resultaba imposible) podría renovar la vida allí donde la muerte había sometido el cuerpo aparentemente a la corrupción…” Su imprudente anhelo se inscribe en aquel momento que tensaba el espíritu europeo entre la ilusión de progreso, de cuño ilustrado, y una añoranza devocional, propia del romanticismo. El monstruo concebido en un laboratorio, que finalmente escapa al control de su arquitecto, es un ensamble de cadáveres que cobra vida. En la novela, los aspectos tenebrosos de su armado y activación son sobrevolados: “... Una lúgubre noche de noviembre vi coronados mis esfuerzos. Con una ansiedad casi rayana en la agonía, reuní a mi alrededor los instrumentos capaces de infundir la chispa vital al ser inerte que yacía ante mí. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeteaba triste contra los cristales, y la vela estaba a punto de consumirse, cuando, al parpadeo de la llama medio extinguida, vi abrirse los ojos amarillentos y apagados de la criatura; respiró con dificultad, y un movimiento convulsivo agitó sus miembros…”

Poco más de un siglo después de haber nacido por escrito, esta solución narrativa va a sufrir cambios cuando sea llevada al cine en 1931 por el director británico James Whale. Morbosa en el aprovechamiento de la historia, la versión cinematográfica ahonda en la presentación visual del proceso mediante el cual el Doctor Frankenstein le da forma y vida a su criatura. Este corrimiento con respecto al texto no está libre de oportunismo dada la espectacularidad que le asegura el segmento. Pese a ello, se trata de una de esas ocasiones en que el cine mejora -o al menos aumenta- el poder de una obra literaria. Tomado el tema por Hollywood y más allá del acierto que significó la elección de Boris Karloff para el personaje del monstruo, la película profundiza el influjo de las variables fundamentales que atravesaron a la novela y a la propia Mary Shelley. Concretamente, la exhibición del macabro laboratorio expresa con excelencia un punto histórico de conflicto entre lo humano y lo divino.

Es una alta torre de piedra que se yergue en el desolado promontorio como incrustándose en la majestad de la noche. Sus pasadizos internos corren bajo una sucesión de anillos ojivales que dividen la luz y las sombras. Es exagerado y tortuoso, umbrío y resonante. Tiene una arquitectura expresionista impropia de lo mediano. Víctor Frankenstein (Henry en la película), al borde del agotamiento, ultima los detalles. La fuga interior de la torre -que semeja a una chimenea gigante- tiene un dispositivo de sucesivos difusores circulares con cabezales de vidrio donde refulgen arcos voltaicos encapsulados, discos magnéticos giratorios que exhiben destellos y chisporroteos, y probetas donde descansan compuestos químicos de tono oscuro que bullen y sueltan vapores. Este alambique químico, mecánico y electrónico desemboca en las pulseras metálicas que comprimen las extremidades del monstruo inerte. Enfundado por sábanas como una momia y amarrado a su camilla, aguarda el momento de recibir la vida. Pero lo más interesante es que todo esto no resulta suficiente. Víctor Frankenstein necesita, además, una tormenta. ¿Para qué una tormenta? No es tan raro. La tormenta siempre estuvo asociada a un poder fecundo. En la tormenta el cielo no está, pero está más cerca. Su presencia se hace más íntima y palpable. ¿Es el momento seminal de lo alto? En su oscura versión del prodigio adánico, Víctor Frankenstein también aguarda, como el primer hombre, ese “toque” que pintó Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Cuando la tormenta, casi a pedido del médico, se hace presente en la noche de la torre, hay un sugestivo movimiento que corona el proceso. Víctor, imperativo, le grita a su ayudante que eleve la camilla. Los difusores y las cápsulas se encienden al límite, los discos se aceleran, el cielo truena, el laboratorio parece al borde del incendio. Ha llegado el momento. Un sistema de poleas y cremalleras asciende la camilla hasta la cima de la torre para que el monstruo, expuesto a la furia de la noche, reciba lo que le está faltando. En esta extraña síntesis, la técnica y la ciencia confiesan depender de un factor que no controlan.

La fantasía que diseña James Whale para su película sugiere que esta secuencia mixta, alimentada dentro y fuera del laboratorio, procura robarle a la atmósfera la energía que late en su fase más convulsa.Pero la clase de fuerza o principio al que se apela, remite inconfundiblemente al imaginario religioso. Como si la fe en la ciencia y el temor a Dios se fundieran con pulso disonante en el temperamento que dio luz a esta ocurrencia que cruza barreras ficcionales. Olympia, aquella siniestra muñeca de E. T. A. Hoffman de “El Hombre de la Arena” (1816) desarrolla su juego literario en base al autómata, fruto tardío del humanismo exuberante y espejo del bípedo sapiente. El autómata se conformaba con imitar la vida resignado a su rango mecánico. El producto de Frankenstein, en cambio, aspira a la vida y -más fuerte aún- a la superación de la muerte. No se trata de una “resurrección” donde un ser recupera la vida por insondables decisiones superiores. Aquí se le confiere el aliento a una amalgama de pedazos muertos. Cuando el médico roba cadáveres desafiando el silencio del pulso y la putrefacción de la carne ya no está emulando a la creación, más bien intenta asaltarla. Por ello, mientras que la generación del hombre desde la nada (ex nihilo) reconoce su narrativa en el mito, el caso de Frankenstein es un drama gótico y romántico, aunque su confección resulte de una operación profana. La primera tributa al orden inefable, la segunda debe su suerte al acervo técnico.

Si Mary Shelley quiso advertir por el precio que pagará el hombre si decide ir más allá de sí mismo, James Whale en su versión filmada se permite insinuar que podría ser Dios mismo quien delegue su función -quizá por cansancio- para que la ciencia lo sustituya. La invocación de Prometeo, cruza una analogía con una extrapolación. Zeus lo castiga por haberle llevado el fuego a los hombres. Es un Dios celoso que no consiente un acto que puede reputarse como progresivo. Como en el árbol del conocimiento del relato bíblico, el fuego inicia un camino del hombre hacia su propia condena. La punición de Zeus es también una advertencia. El Dios de la cristología es más complejo. En su nombre se puede encender la pira que carboniza al investigador, pero también se puede ver -como lo quisieron tantas sectas- al velado operador del progreso.

Probablemente inspirado en móviles comerciales, en 1935 James Whale lleva adelante una rica secuela. Se trata de “The Bride of Frankenstein” (La Novia de Frankenstein), una película aún más atractiva que la original. Dos operaciones le permiten soltarse de aquella ambigüedad que tensó a Mary Shelley entre la fascinación innovadora y el temor reverencial. Whale recurre a un fino enlace con su fuente original y a la inquietante aparición del Doctor Pretorius. La película comienza recreando la mansión de Lord Byron en Suiza, junto a Mary y Percy Shelley, durante una noche de tormenta. El poeta, admirado por el texto de su invitada (“Frankenstein”), le pide que conciba la continuidad. A partir de allí, se va desprendiendo del texto al precio de sacrificar la riqueza del personaje central. Ya más sosegado, tras el horror que desató, Víctor Frankenstein se repone de las heridas que le causó su propia criatura cuando lo lanzó desde el molino. Elizabeth, dulce novia suya y espíritu clásico, le ruega que renuncie al proyecto para no ofender a Dios. Pero Víctor, que mantiene dudas, le opone la pregunta inevitable: “¿Y si mi descubrimiento fuera parte del plan divino?”. En definitiva, Víctor falló por la estulticia de su ayudante que le trajo el cerebro de un criminal para equipar al que después se reveló como monstruo. Abierto ya el diálogo entre ciencia y dogma, Whale incorpora a la saga el personaje con el que bifurca la disyuntiva del caso. El Doctor Pretorius, simoniaco y oscuro, ocupa el lugar de la ambición, mientras que Victor se reserva la prudencia. La duplicidad presente en el ánimo de Shelley toma la forma de estas dos figuras que comparten la pasión por el secreto de la vida, pero difieren en la forma de sentir la responsabilidad inherente. Pretorius viene siguiendo los pasos de su colega, pero ha fallado en la cuestión del tamaño. Sus criaturas son homúnculos embotellados como el diablo de Robert Stevenson. La pequeñez y el transparente aprisionamiento de estos seres resulta aún más siniestro que la ruda criatura encarnada por Boris Karloff. Pretorius, que no tiene escrúpulos, secuestra a Elizabeth para obligarlo a Víctor a que retome su laboratorio, esta vez para crear una mujer. La secuela resuelve arbitrariamente la sobrevida del monstruo incendiado por la furia popular en la primera película porque su regreso resulta indispensable para completar la réplica macabra del génesis. Pretorius lo retiene encadenado aguardando que conozca a su propia Eva. Una vez más la camilla se eleva para que la vida entre en la muerte como un rayo fálico y conceptivo. Pero todo vuelve a salir mal. Toca a esta novia infligir a su Adán cosido a mano el más doloroso de los rechazos. A él lo liberan para que corteje a su compañera recién animada. Pero ella, horrorizada por su proximidad, grita de repelencia. Esta vez, el déficit del experimento no es fisiológico, no es un órgano mal elegido.Lo que falla ahora es algo más complejo de diseñar: el deseo. El monstruo se enfurece por la frustración y comienza a destruir ese laboratorio que solo le ha traído infortunio. Pero acorde con la diferencia engrosada por Whale, ahora su furia es selectiva: perdona a Víctor como si distinguiera sus móviles -en última instancia altruistas- y asesina a Pretorius, portador de una fiera pasión de poder. Elizabeth es quien ha inspirado su compasión porque representa exactamente lo que le ha sido negado: el amor.

Queda claro que Whale, aun cuando haya ido un poco más lejos, decidió volver a puerto seguro como Mary Shelley al principio. Insinuó que estas empresas humanas se inscriben en el libre albedrío divinamente tutelado, pero sostuvo la idea del fracaso como indicio del castigo correspondiente. Una ecuación tranquilizadora, que mantiene enhiestas a las jerarquías tradicionales de su cultura. Tal vez reflejaba la visión que se podía tener en 1930 de las inquietudes expresadas por la literatura un siglo antes. Un punto de vista librado de la Creación y el Juicio Final como presupuestos teóricos, podría haber continuado sin culpas. En un marco darwiniano, la creación de un símil por parte del hombre podría ser tan solo una fase más de su dinámica adaptativa. Ni Shelley ni Whale podían imaginar nuestro 2023, irreverente y poderoso. Clonación, Inteligencia Artificial, y todo lo que traigan consigo. La mirada positivista, libre de cargas celestiales, puede burlarse de los temores anacrónicos que han sujetado tanto al libro como a las dos películas. Pero el arte, en su idioma, bien podría haber incubado en esta estilización de calamidades promovidas por el abuso del saber, la prefiguración de un suicidio importante y genérico.

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