El Niño pez y el sueño de alas negras

Hecuba presente

Emergencia del presente en la representación del pasado

3 de mayo de 2025

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El caballo nunca fue un caballo. Sin embargo, hace más de 4000 años que cruza con naturalidad las puertas para devorarse a quienes lo hacen entrar. El invasor seduce y luego despoja, pero siempre triunfa. Al cautivo lo quiebra una extrapolada similitud con el invasor. No posee sus bienes, pero comparte secretamente sus deseos y valores. Por eso se empecina en creer que el caballo es un caballo. Pacta con el engaño porque adora secretamente el rango del agresor. Y el caballo no es otra cosa que una promesa de apropiación, un guiño sensual a la codicia. Eso explica que el artilugio, pese a lo anunciado y repetido, siga funcionando con buena salud desde aquella valerosa ciudad que maceraba la lanza en el honor y la empuñaba con el brazo de los dioses, hasta la actual galaxia electrónica que hunde el cerebro en los monitores para vaciarlo con deleite.

¿Qué puede hacer el teatro con todo esto y con qué objeto? Es tan sencillo como complejo. Sencillo, porque la saga troyana segmentada por Eurípides se la puede versionar de manera ortodoxa tendiendo al espectador la coartada del tiempo. Una desgracia desgarradora pero finalmente lejana. En cambio -y tal como parece creerlo el dramaturgo y director teatral Omar Sánchez- cuando el estigma de la burla y la derrota perpetúa su vigencia, el teatro enfrenta cuitas a resolver consigo mismo. Adquiere una fecunda dificultad. Si toda obra de arte es un acto crítico, como sostuvo George Steiner, esa naturaleza cubre el gran espectro que va desde la disonancia meramente formal hasta el libelo explícito. Una puesta en escena que pretenda diluir los tiempos y vincular los Dardanelos homéricos con las tenebrosas orillas de nuestras dictaduras vernáculas, requiere equilibrio y sutileza. Algo que procure el espacio de la conciencia sin renunciar al encanto poético de la representación. Son los dos registros que debe atender la mediación artística ambiciosa y es el desafío que el autor resuelve en “El Niño Pez y el Sueño de Negras Alas”.

El planteo de Sánchez hace confluir las resonancias, es ancestralmente coral. Confunde los ecos hasta que los funde. Troya y la tragedia primigenia. Hécuba, mujer de Príamo, reina destronada que será hecha esclava. Escenas que progresivamente van plantando en el escenario la perturbadora familiaridad del drama. Hécuba se queda sin la tierra y sin los hijos. Pierde su patria arrasada. Pero ¿Qué otra cosa es la patria sino el espacio imaginado para los hijos? Su futuro, su casa, su descendencia. La patria es el lugar donde los hijos deberían crecer a salvo. Son ellos y su proyección los que consolidan el imaginario que convierte al terruño en cosa amada. La idea de lo nacional hunde sus raíces en la fuerza sanguínea de lo tribal. En la Grecia heroica y en cualquier parte. De ahí que la patria sea también –o fundamentalmente- el vientre de cada mujer. Por eso el título tiene la inquietante belleza de una alusión muy pertinente. Cuenta de un niño que otras manos han convertido en cadáver. El agua lo trae hasta la arena como un signo. Es un testimonio del pasado inmediato que desgarra el presente y veta el futuro. Es una tragedia de la antigüedad y es una tragedia reciente de nuestra pampa ensangrentada. Es un relato clásico que, en manos de Omar Sánchez y su elenco, decide no replegarse en la cronología. Esta simiente del texto original es mimada por el tratamiento para que la voz lejana pueda expandirse y llegar con pulso hasta nosotros. Sánchez trabajó puntualmente la zona donde la referencia y la versión empiezan a reconocerse y reconciliarse.

Llevados al escenario, estos problemas de adecuación que la obra se propuso extreman la exigencia para los actores. El pasado y el presente, lo clásico y lo contemporáneo, el artificio y el naturalismo, negocian permanentemente los respectivos ecos hasta obtener una identidad tonal propia y distinguible. Esta luz particular se desenvuelve con paso arduo.Su arquitectura computa el detalle, tanto en la palabra como en el silencio, sin perder la dirección de un significante superior y conclusivo: El dolor de la derrota, el despojo y la traición. Son categorías plenas de profundidad porque han sido esencialmente las mismas durante el cansado andar humano. Imponen un ancho dramático resueltamente expuesto e incómodo. Allí hace resonar Sánchez el horror inmediato impactando contra la omisión. La estructura de la representación se arma en forma estudiadamente fragmentaria. Por momentos los personajes dan sobre el escenario una suerte de danza ralentizada que los retrata como a fantasmas de sí mismos, como sombras vencidas e inertes. Es la pintura de la resignación y la nostalgia, la cadencia del destierro. Oportunamente, las acciones giran hacia la intensidad de la querella implacable. Es el tiempo que incuba la sed del resarcimiento y la milagrosa supervivencia de una esperanza incisiva. En este pendular de las emociones los ritmos diseñados por Sánchez se yerguen como correlato de una voz histórica duplicada.

La libertad que el autor necesitó para acercar y vivificar la obra de Eurípides no ha operado en desmedro del rigor. Lo que nace necesariamente como un contrapunto se va asentando como dialogo y correspondencia en una loable confección textual. Carlos Aprea, Susana Disalvo, Nora Oneto, Graciela Sandoval y Oscar Vernales se encargan de dar una vital carnadura a estos personajes que en todo momento conforman un colectivo, aun cuando el de Hécuba asuma una mayor porción narrativa. El niño pez hace vacilar todo el tiempo su condición simbólica por la crudeza. Es el hijo muerto. Muerto porque alguien lo asesinó. Es una carne agraviada y detenida. Allá en los tiempos fundadores, el sacrificio que complacía a los Dioses porque se lo habían exigido a los protagonistas. Hoy, el despiadado escarmiento que preserva al que encarga la construcción de ese nuevo caballo que es siempre el mismo. Los hijos que fueron arrancados y hundidos en las aguas más oscuras, también se asemejan a la distancia como las muchas patrias ya perdidas y humilladas. La adaptación de Sánchez no regala elusiones y sacude la memoria con su amplia elipse. El pasado, si se lo convoca, orienta. El presente, si se lo revisa, duele. Esto es lo que puede evocar el teatro -y el arte en general- cuando supera el puro propósito estético para reclamarse una misión cultural. Lo han asumido con fuerza el director y los actores de “El Niño Pez y el Sueño de Negras Alas”.

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