
Inferencias taurinas
Resonancias de una lectura
15 de julio de 2025
Vengo a dar con la palabra “tauromorfosis” en “El Espejo Enterrado”, libro de Carlos Fuentes que paladeo luego de varios años en una segunda y vibrante lectura. El vocablo aparece en el capítulo donde el autor emprende una arqueología de España hurgando en su acervo mediterráneo y describiendo el acuerdo que este bagaje trabó con la posterior y apasionada recepción del cristianismo cuando los reyes visigodos, imitando a Constantino, adoptaron la fe que Jerusalem había sembrado en Roma. Antes, el mito griego del minotauro, cuerpo de hombre, cabeza de toro, condensó -o tradujo- la aspiración humana de fortaleza y fertilidad. También lo hicieron las aspersiones de sangre taurina en el culto órfico o el rapto de Europa por parte del fálico Saturno, concebido también como un toro. Fuentes me recuerda que el gran bovino proyecta estos significados a través de dos figuras perturbadoras: el agresor que intimida y el violador que somete. En la arena, en la corrida española, el hombre y el toro no se anastomosan, sino que se enfrentan para que uno de los dos perezca. Desde esta perspectiva, la ventaja probabilística del torero no es una canallada para desequilibrar la lucha, sino una consecuente correlativa al sentido mismo de la ceremonia. Lo dice mejor Ernest Hemingway: “La corrida de toros no es un deporte, es una tragedia”. Invocó la expresión en su sentido de representación que incluye, en este caso, el sacrificio. El toro y lo que simboliza es lo que se viene a dominar y suprimir. En la génesis de este arte ejecutado con crudeza, se inicia un camino aparentemente inverso al de la articulación antigua: aquí el hombre se divide del toro para amputarse la parte animal sirviendo una paradoja de sutil procesamiento: Lo que se estaría celebrando en la plaza, aun con brutalidad, es el gobierno de lo primigenio por parte de lo cultural, o como lo explica mejor el propio Fuentes, un desprendimiento en dirección al crecimiento racional de la conciencia. En eso, la corrida es una ruptura ritual de la memoria mítica, pero a la vez un aviso sobre la honda oscuridad de nuestra naturaleza. Si es el toro el que acierta, si es la sangre humana la que coagula en la arena, puede brotar un lamento exquisito como el de Federico García Lorca por Ignacio Sánchez Mejía, pero también queda en sospecha la escondida fascinación con la crueldad del origen, con el tenor orgiástico del estadio elemental. Algo, alguna parte silenciada de nuestro ser, festeja la cornada letal. Ya avisó Nietzche que, desgarrada en la historia, la naturaleza gime. Ese grito de lo ancestral, esa embriaguez con la muerte, se oye en la corrida tanto en el toro como en el torero, porque no falta nunca a la cita. Precede al sol de la tarde y al traje de luces. La vibración de esa presencia es lo que Hemingway reclama atender sin prejuicios en una consideración que se posiciona más allá de la aprobación o la condena. Es el júbilo del retorno y la recuperación de lo retenido. Y cuando la cornada no quiebra la danza del torero, pero pasa cerca, el aplauso agónico premia la proximidad de lo terrible. Se activa el morbo de ver derrumbarse al estilo por obra de la furia incrementando la pasión en las gradas, aunque culmine en reconocimiento de la arriesgada finta. El público no quiere ver morir al torero -o eso cree- pero no se priva de un goce tan salvaje como la estocada en la cerviz del animal: el placer de verlo cercado por la muerte y escapando por poco de ella. Voluntariamente expuesto a la posibilidad trágica, el torero es aquel que debe matar para no morir, por eso obtiene el rango de Matador, escrito con mayúscula y en una épica resonancia. El personaje de Pedro Almodóvar en la película que lleva ese nombre, confiesa, en la hondura de su pasión, que “no se puede vivir sin matar”, consigna que, todo el tiempo, la naturaleza suscribe de manera sorda. Al toro violador lo recuerdo en una descripción que le corresponde a la escritora Alicia Dujovne Ortiz. Al amante incisivo y egoísta de una novela suya, lo retrata como eróticamente “toruno”, para definir con elegancia narrativa la preferencia sexual del personaje. Al toro agresor, a su vez, lo encuentro en las memorias de Abelardo Castillo. Cuenta que, caminando por el campo, vio un toro embravecido que lo miraba fijamente despertando en él la necesidad de probar que no era un cobarde. Castillo se propuso cruzar el alambrado y acercarse para desafiar a la bestia. No recuerdo el desenlace, pero esta contingencia de apariencia absurda, remite a una disyuntiva hamletiana e insoslayable: la bravura del toro puso a Castillo a confrontar consigo mismo, a indagar si era valiente, o a afirmar la valentía mediante una decisión. En esta prueba autoinfligida se podría detectar el antiquísimo sentido de la tauromorfosis, el deseo de tener, al menos, el valor del toro, dispuesto siempre a pelear. Si se da crédito a los postulados de la astrología, cada 2160 años cambian las “eras” conforme a la precesión de los equinoccios, que va desplazando el punto vernal a través de las casas zodiacales en un recorrido inverso al del calendario anual. La declinante era actual regida por Piscis, que comienza exactamente con el nacimiento de Jesús, tuvo su signo en los peces, código secreto de las primeras comunidades cristianas. Los 2160 años anteriores tuvieron como icono dominante a la cabra (Aries), y entre el 4300 y el 2160 a.c. el toro fue el gran regente. Casualmente o no, allí nacieron los mitos del buey Apis en Egipto -encarnación de un Dios asociado con la fertilidad, la fuerza, la realeza y la muerte - el ya mencionado Minotauro y un perdurable héroe de la saga mazdeista, Mitra, quien, en vez de fusionarse con el toro, lo redujo y lo mató. Pero tanto adentro como afuera, ya sea que al toro se lo asimile o se lo estaquee, se trata siempre del poder, es el poder. Es probable que, en este elaborado acto de sangre, lo dionisiaco asalte por momentos a lo apolíneo. Transmutarse en el toro al provocarle la muerte, podría ser la ilusión implícita de la tauromaquia, su inconsciente histórico. La corrida sufrió modificaciones en el tiempo mediante una progresión de cariz civilizador. En el siglo XVI, el Papa Pio V decidió excomulgar a los toreros muertos por cornada porque ya eran demasiados. En el siglo XX, hacia 1928, por orden del rey Alfonso XIII se empezó a proteger a los caballos que montaban los picadores destripados por las embestidas del toro y en la actualidad la actividad enfrenta fuertes presiones en contra incluso en países donde su práctica sigue siendo legal y arraigada, como Portugal y España. Por ello es fácil calificar a esta ceremonia como extemporánea y absurda, pero ¿realmente lo es? Tal como lo quería Carlos G. Jung, los viejos dioses, lejos de retirarse, se han travestido. La deidad taurina permanece entre nosotros. La fuerza agresora primaria recurre hoy a eufemismos tecnológicos o políticos, aunque a veces se confiesa como en la escultura emblema de Wall Street, donde el toro está a punto de embestir (ya sabemos a quién) ¿Secreta añoranza de la “tauromorfosis”? ¿Nostalgia de vivir sin miedo físico ni restricción erótica? La propia palabra ostenta un raro atractivo, como si su armoniosa sonoridad y su misterio semántico contuvieran la magia anhelada. Me conmueve Hemingway cuando explica que lo más difícil para el hombre en esta ciencia de capa y espada es aprender a dominar los pies, contener su tendencia instintiva a la huida frente a esos 500 kilos encabezados por un filoso y lacerante par de cuernos que vienen para incrustarse hasta los huesos del propio cuerpo. Con dificultad, alcanzo a imaginarlo y esta repentina evocación del ensueño tauromórfico con sus interpretaciones, deformaciones y variantes culturales se vuelve irresistible. Allí están, dormidas o encendidas en el mismo toro, las potencias del horror y de la belleza.