
Justicia y espectáculo
Reveladora película sobre el funcionamiento de las instituciones y su escenificación
20 de abril de 2025
Me reencuentro con la película “Heredarás el viento” (1960) de Stanley Kramer. Pero no reencuentro mucho ya que este segundo visionado tiene algo de primera vez. Repasando la historia de su director, Stanley Kramer, verifico que versiona en una película de 1961 el Juicio de Nuremberg y que también dirige la inolvidable “¿Sabes quién viene a cenar?” (1967), que se le animaba al matrimonio interracial. Como productor impulsó “El motín del Caine” de Edward Dmytryck -que no agradó a la armada de los EEUU- y siguió con “A la hora señalada” de Fred Zinneman, esta vez para disgusto de John Wayne y compañía. Profesó ideas liberales, lo cual en el norte supone moverse hacia la izquierda e invita a pensar porqué la palabra adquiere otro sesgo fuera de la nación que iconiza en sus billetes a George Washington.
Pero Kramer tampoco se movió lo suficiente en el indicador político como para quedar en la mira del infame comité de actividades antinorteamericanas. Su película de 1964 “Herederás el Viento” escenifica el famoso “Juicio del mono” que tuvo lugar en 1925. Sucedió en Dayton, y sentó en la silla del acusado al profesor Scopes. Se le imputó haber violado el Acta Butler, que declaraba "ilegal en todo establecimiento educativo del estado de Tennessee cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del Hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia”.
No puedo exigirle rigor testimonial a la película, pero puedo adjudicarle intención. Me importan cuatro personajes: el acusador, Harrison Brady (Frederic March), el defensor Henry Drummond (Spencer Tracy), el editor periodístico Hornbeck (Gene Kelly) y el reverendo Jeremiah Brown (Claude Atkins). Los dos abogados despliegan un duelo retorico no exento de demagogia. Brady, político reconocido, se monta sobre el fogoneado furor popular contra Scopes. Agita el alma conservadora y el temor a lo nuevo en un pueblo de los EEUU. Se apropia de la “popularidad” obtenida en principio por la razón querellante.
Drummond juega en desventaja, es recibido con cierta desconfianza por la gente local pero sus apoyos, menos bulliciosos, son gravitantes y paradojales. Jóvenes estudiantes, el banquero del pueblo y otros personajes temerosos de que se los vea como cerriles y negados al progreso (“esto es América”). Se le suman medios no locales con una importante capacidad de presión.
El juicio es oral y público. Los contendientes apuntan en forma llana a esa sala donde conviven los dos fantasmas: miedo a desmoronar tradiciones y miedo a parecer hostiles a la ciencia. Ambos abogados practican trampas intelectuales. Brady demoniza la tesis darwiniana golpeando sobre lo emotivo y Drummond ridiculiza textos bíblicos cotejándolos con leyes de la física.
Kramer traza una divisoria reveladora. El reverendo Jeremiah Brown es el ariete acusador en esta crisis que llega hasta su propia casa. Su hija es la novia de Scopes. Ante la comunidad religiosa que conduce, su posición aparece jaqueada y eso explica las desproporciones de su reacción. El reverendo reclama infierno para Scopes y para quienes lo defiendan. Por su parte Hornbeck, el editor que viene de Baltimore, asocia el creacionismo con la chatura provinciana. La que oculta su posición arrogante es que ha llegado para medrar. El escandalo le sirve. Algo lo emparenta con el afiebrado pastor Brown: ambos defienden intereses menores a los que se han puesto en juego. Estos dos personajes son dibujados al borde del espacio donde se racionalizan los conflictos. Su pertenencia tambalea.
Los abogados Drummond y Brady, en cambio, convergen en el reconocimiento de las reglas, mecanismos e instancias que representan a la sociedad en la disputa. Acatan y honran las garantías que el proceso judicial le ofrece a cada uno. No cuestionan el derecho del oponente a sostener su enfoque. Acorde a ese principio, y aun cuando no escatiman recursos retóricos para alcanzar su objetivo, ambos saben limitar los alcances de su propio punto de vista. Una buena simetría en la película de Kramer revela este prurito: Oportunista, Brady participa de una reunión donde el reverendo Brown, en pleno ardor teológico, lanza horribles anatemas en público a su propia hija. Aquí Brady detiene con firmeza el discurso del pastor, lo llama a la moderación y consuela a la joven. Drummond, por su parte, cuando Hornbeck con su cinismo mundano se burla de Brady -fallecido por esos mismos días- lo reconviene recordando con respeto la larga trayectoria pública de su oponente.
Brady, conservador y Drummond, progresista, son funcionales a un sistema consensuado. Pero Brown es un fanático y Hornbeck un escéptico. Respectivamente, estos últimos encarnan las dos amenazas para ese sistema: la del pasado porque empuja a la segregación por motivos confesionales; la del futuro, porque privilegia el ruido editorial y la ventaja económica, invitando al descreimiento. Legalismo, devoción religiosa y ánimo progresista son el combustible de aquella gran maquinaria del norte. Ese raro equilibrio de factores decide la suerte interna del imperio.
El fallo final del caso Scopes es netamente político: se lo condena a pagar 100 dólares. De este modo se observa la ley, se satisface a los demandantes, pero se computa cuidadosamente el avance del conocimiento. Incluso la película excluye un llamativo dato del caso real. Hubo una revisión posterior que redujo la sentencia a 1 dólar, lo cual equivale a una sutil puesta en desuso del Acta Butler. Sin embargo, la norma sobrevivió hasta 1967, seguramente en aras de esa delicada convivencia de elementos ya mencionada. Stanley Kramer sugiere en este trabajo -se lo haya propuesto o no- que hay una fuerte teatralidad institucional, no muy consciente de serlo (quizá la clave de su salud). La propia película, por una probable correlación con este carácter americano- gobierna a medias su propio péndulo épico y a la vez farsesco.