
La mujer que nos debían
Trastienda de un magnicidio
12 de abril de 2025
Eternizada en la filmación casera de Abraham Zapruder, Jacqueline Lee Bouvier lucía en aquella mañana de 1963 en Dallas, un traje de dos piezas de paño en color rosado. Esas imágenes no perdieron nunca su sino inapelable. “Jackie”, la sólida película de Pablo Larraín, intrusa el interior de la publicitada tragedia reteniendo su atmósfera de terror y sorpresa. Abre lo no contado: el túnel torpe y profano de los sucesos que le siguieron inmediatamente al magnicidio, algo que faltaba hacer. Retrata a la mujer que, de Dallas a Washington, viaja barruntando el explosivo vuelco de su suerte. Increíblemente, el singular rostro de Portman sostiene, de punta a punta, tres significados simultáneos: perplejidad frente al vaciamiento abrupto, con su novedad de que el poder no está totalmente donde parece y que esto se aprende a balazos; un orgullo radicalmente desafiado por las circunstancias que desovilla la incomodidad con el clan Kennedy; y finalmente, una intima desolación, sutilmente doble, por asistir al final de algo que quizá no existía (la pareja presidencial era una prolongadaimpostura).
Una entrevista concedida en Georgetawn, a una Jackie ya endurecida por la desconfianza, es el pretexto del director chileno para estructurar al film mediante una cascada de tiempos y perfiles. Larraín convoca el almibarado debut de la primera dama como un producto publicitario que irá quedando fuera del control de sus promotores. Con naturalidad laboriosa, Jackie muestra a sus compatriotas la residenciapresidencial, habla de muebles y decoraciones. Libre de aprehensiones que pudieron serle útiles, alude con devoción a la fantasmal presencia de Lincoln entre esas paredes. Con una seducción plena de cálculo busca consolidar la confianza que se traduzca en votos. Es ya el tiempo de los hechiceros televisados. Mostrar para ganar y no menos para ocultar.
Jackie, más propiamente elegante que bella, más prolija que espontánea y más altiva que digna, ingresa a los hogares americanos. Hay guerra fría, hay tensión continental atómica, hay sombrías proyecciones desde el Caribe, hay tropas peligrando en el vientre vietnamita, pero una feminizada paz hogareña campea en el segundo piso de la casa blanca. Ella es el artífice de esa dulzura insolente. Dos años después, la funcional sonrisa se ha esfumado. Jackie se desespera uniendo en su regazo los trozos de su marido. Mastica un dolor que se debate entre la perdida personal y la derrota política. El asesinato implica una retirada de la adictiva arena donde el matrimonio supo pelear, ganar, y subsidiariamente, fingir. Pero fundamentalmente, debe enfrentar la extraña refracción de la muerte para empujar la restauración de la verdad: “… en algún punto perdí el hilo, dejé de distinguir qué era lo real y qué era lo actuado…”
Así se expresa la perspectiva de Larraín. Jackie ocupa ambas caras de un estigma que bien la arroja a la gloria como a la tragedia. Y los posibles del kennedismo, acaso rescatados en algún punto, sinceran la cota de unos protagonismos excesivamente celosos como para que algún ideal o paradigma consiga respirar con autonomía en el tiempo. Nos debían a esa mujer tensada entre una frivolización probablemente injusta y ciertas desproporciones de pulso épico. La película ha logrado una mediación más que interesante.