
Lo que no se supo de Perea
Un cuento de Román Ganuza
30 de marzo de 2025
Servando Perea buscó al “tío” Antonio cerca de las barrancas que admiran el río. Ya le quedaba poca luz a la tarde y el Paraná de las Palmas susurraba su paso por las costas de Zárate. Perea se fue acercando con pasos de gato, oculto entre unos sauces que caían hasta el suelo y con la ira intacta. Como no era exactamente un asesino, también lo acompañaba una buena porción de miedo. De pronto, pudo divisar el vestido rojo a lunares blancos de su añorada Patricia. No lo vieron llegar, en parte porque no creyeron que él fuera capaz de ir a buscarlos. Un fuerte balazo de Perea, inesperado y tibio, abortó toda querella. Disparó sin demasiado control, pero con suerte (buena o mala es otra cuestión). La bala atravesó las tripas de Antonio mientras se aferraba con gusto a la cintura de aquella mujer morena que en los intersticios del sol llegaba a parecer de bronce. Balconeando esas aguas que por momentos se arremolinan, el “tío” murió desangrado a los pies de Patricia, incontenida en su horror de amante y de testigo. Antonio no llegó a saber que Perea no sería atrapado; Patricia jamás supo que Perea también la pensaba matar a ella, y el propio Perea pasó los siguientes años de su vida sin saber que alguien estuvo muy cerca de vengar al voluble Antonio.
Salvador, hermano del “tío Antonio”, era un hombre severo y escasamente locuaz. Ancha la papada, el enojo tallado en la boca y unos ojos siempre atentos. Traje claro y sombrero con cinta. Tenía varias palomas mensajeras y unos gallos de riña. Pero lo que más tenía era un hermano muerto de un tiro en las barrancas de Zárate. A diferencia de Antonio, a Salvador le tocó saber la impunidad del victimario. No con sorpresa, porque Perea servía a los mismos que debían encontrarlo y encerrarlo. Ellos persuadieron a Patricia para que embarrara la declaración. Al otro lado del drama, también intentaron que Salvador abandonara la ciudad. Desesperadas, su arrugada madre y su esposa Elena, rogaron al gerente del frigorífico que le diera el pase a Berisso, donde estaba la planta más importante de la industria cárnica. Lo hicieron por temores diferentes. Elena temía que a Salvador le hicieran algo y su madre -que tal vez lo conocía mejor- temía lo que él mismo pudiera llegar a hacer. En esto estuvieron todos de acuerdo menos el propio Salvador. Que dejara su casa y se fuera de Zárate, era una buena noticia para Perea y para unas magras instituciones que ya con un crimen tenían suficiente. La oposición provino de un inglés que regenteaba el frigorífico local, hombre indiferente a dramas y tragedias. Adujo lo que todo el mundo sabía: Salvador era un buen capataz. En castellano, significaba que los obreros lo respetaban, en inglés, que le tenían miedo. El altivo gerente no estaba dispuesto a ceder a ese eficaz subalterno.
Vengarse, para Salvador, era una cuestión de equilibrio. Había perdido a su hermano menor a manos de alguien a quien despreciaba profundamente. La vida de Perea recorría justamente esos caminos que Salvador nunca hubiera visitado. Noche a noche, semejante contraste le iba engordando el odio. Un odio en el que solía extraviar los pasos del ´propio Antonio. Ese hermano festivo, gracioso y tan seductor, al que todos llamaban “tío”. Reacio siempre a las responsabilidades que Salvador coleccionaba sin quejarse, Antonio solo se ocupaba de necesitar ayuda. Pero ni siquiera el reproche a las frecuentes imprudencias de su hermano lo disuadió a Salvador de ir en busca de Perea. Conmovido por el llanto de las mujeres, un político de Zárate, viejo zorro de disfraz socialista, obtuvo el consentimiento del inglés. Repasaron juntos el caso. El letrado le recordó las conocidas historias de Salvador en la faena, cuando algún depostador se embravecía con el cuchillo en la mano y el alcohol en todas partes. Le hizo ver que en cualquier caso perdería un alfil. Muerto o preso -a Salvador las instituciones no le debían nada- ya no lo tendría en la planta llegando antes de que salga el sol para cuidar que no haya desórdenes, robos ni desidia.
Los rumbos se bifurcaron en los días posteriores al crimen. Salvador se encontró entrando a la oficina del gerente a la misma hora en que habitualmente controlaba las reses colgadas de los ganchos. Su inconmovible disciplina le jugó una mala pasada. Apenas salió de ese despacho comprendió que había aceptado el pase a Berisso que le acababan de proponer. Se enojó con Elena y con su madre, pero volvió a casa como todos los días, salvo una novedad: “Elena, nos vamos a vivir a Berisso, me parece que usted ya lo sabe”. Dejó caer ese único reproche a su mujer y no volvió a hablarle del tema. Perea, por su parte, fue llevado sin sutilezas a la isla Talavera, ese enclave casi virgen que divide Buenos Aires de Entre Ríos. Llegó por la noche en una lancha de madera que apagó las luces para evitar rumores. Le avisaron que iba a ser por unos meses, quizás un año, “hasta que se dejen de joder”. Le recordaron que “en la isla nunca se puede encontrar a nadie”, frase que pronunciaban ya con tono de decreto. Un alemán oscuro y renegado tenía allí la única despensa. Les vendía carnada, azúcar, y vino a los que llegaban a la isla los fines de semana buscando bogas o surubíes. De lunes a jueves, les llevaba la comida y los cigarros a varios prófugos con los que no cambiaba palabra. En aquella isla excedida de verde los rastrillajes fracasaban ya desde el interrogatorio al alemán, quien a cualquier pregunta respondía “nein”, casi antes de escucharla. También se encargaba de llevar el dinero que enviaban los familiares a sus forzados clientes. Dicen que retenía sumas a cuenta de terceros para que el paradero de estos desgraciados siguiera siendo “desconocido”.
En Berisso, Elena se esmeraba para que los días de Salvador no fueran tan difíciles. El Swift era más grande y el sindicato, avalado por aquel Secretario de Trabajo y Previsión que luego sería Presidente, tenía más presencia. Había muchos extranjeros: eslavos, italianos y la colorida gente de Cabo Verde, los más amables y dispuestos. Mientras la muerte de Antonio le calaba el alma, Salvador cumplía con desgano su ritual de los sábados por la tarde: Mate con tortas negras. Ningún amigo venía a compartirlas, no había barajas ni fútbol del ascenso en la radio. Solo la invencible dulzura de Elena y alguna gracia de las niñas, le procuraban fugaces momentos de paz. Su madre vio desmejorada su salud después de lo de Antonio. Ella no hablaba de eso y el que empeoraba entonces era Salvador. No había modificado su obsesión justiciera, solo estaba doscientos kilómetros más lejos de Perea. Pero las dudas eran fuertes. Había conseguido una casa con amplio fondo donde Elena organizó un gallinero además de plantar limones y mandarinas. Salvador agregó un galpón de chapa para las herramientas, donde escondía su revólver envuelto en papel de diario. Con frecuencia lo lustraba y se lo probaba en la mano. Una vez al mes, en el tren, venía a visitarlo desde Zárate el gordo Brandan, su gran amigo. Conocía la pregunta que lo aguardaba en Berisso: ¿Qué se sabe de Perea? Salvador creía que el gordo conspiraba junto a las mujeres, pero no era verdad. Brandan repetía convencido aquello de que “en la isla es imposible encontrar a alguien, Salvador”.
Harto de la soledad, los mosquitos, las inundaciones, y la mala comida, Perea mandó una carta por medio del alemán. Quería volver. Habían pasado unos meses y le hicieron saber que era temprano para andar luciendo otra vez el rostro por las calles de la ciudad. Esta vez le ordenaron con firmeza que se la aguante. Alguien fue enviado para hablar claro con él. Si volvía, la ley podía recuperar la memoria. Perea no tuvo más remedio que seguir en ese infierno verde, obsesionado con esas imaginadas libertades de Patricia que le quitaban el sueño. Convencido de que las cosas le habían salido relativamente bien, empezó a confundirse. Pensaba que Salvador había huido y sacaba a relucir viejas cuentas delante del alemán. Hablaba como si fuera un par de quienes lo estaban protegiendo. Ya estaba cansando a todos con sus recurrentes misivas hasta que un día, envalentonado, se animó a amenazar recordando por escrito que “sabía muchas cosas” y que “si no me sacan, voy allá y vomito todo”. Es cierto que sabía cosas, pero había cosas que no sabía. Por ejemplo, que estaba cometiendo un error.
En el que iba a ser su último viaje a Berisso, Brandan llegó tarde. Era un mediodía luminoso y el féretro con el cuerpo de Salvador ya iba en el auto de la cochería, encabezando la breve caravana con rumbo al cementerio. Se había desgarrado por dentro. Penduló mucho tiempo entre dos formas de la hombría. Sin vengar a Antonio, se sentía cobarde; dejando desprotegida a su familia, se sentía irresponsable. Murió de impotencia. Ese fue el veneno que le cerró las venas. Sentado en el patio mientras observaba la tarde, su cabeza se volcó de costado mientras le rascaba el cuello a uno de sus mejores gallos. El animal aleteó cuando Salvador regaló los brazos hacia abajo y terminó dando vueltas alrededor del muerto como si algo le faltara. Apenas había pasado los 50 años. Brandan esperó a Elena para darle un abrazo. Fue luego de La Plata a Constitución, de Constitución a Retiro, de Retiro a Villa Ballester -la bonita estación con piso de conchilla y columnas de hierro donde se hacía el trasbordo- y desde allí hasta Zárate de un tirón. Pensó mucho durante esas horas.
Tal vez Salvador tenía razón y a Perea lo estaban “aguantando”. Averiguar algo le pareció a Brandan una cuestión de honor y una deuda con el amigo. “no hay novedades, don Brandan” Eso era lo que escuchaba cada vez que iba por la comisaría. Alguno le aconsejó ver al alemán, que cruzaba el río los viernes para comprar mercadería. Decidió esperarlo en el embarcadero. El lugar le recordó las correrías con Salvador cuando ambos eran chicos. Él los defendía de los más grandes si Antonio hacía una de las suyas. Había sido un amigo leal. El alemán llegó y ató rápidamente un desgreñado bote a motor. Ovalado, calvo y con barba, tenía las mejillas inundadas de sangre y una mirada culpable. Molesto con la pregunta de Brandan, el alemán esgrimió su enésimo “nein” y volvió a lo suyo. El amigo de Salvador empezó a dar por terminado el asunto.
Cada domingo, desde el mismo fogón del club de Regatas que ocupaba bien temprano, Brandan miraba el lánguido paso de las embarcaciones por el Paraná. Largas balsas madereras y algún velero blanco de paseo. Mientras encendía el carbón, miraba de costado a las viejas mesas de cemento y evocaba con nostalgia a Antonio y a Salvador que en otro tiempo compartieron esos asados bajo la amable sombra de los sauces. Mirando la abigarrada vegetación de la otra orilla, a veces pensaba también en Perea y en el misterio de su suerte. No sabía entonces -ni lo supo nunca- que en aquella isla donde siempre se perdía el rastro de los fugitivos, tampoco encontraban a los muertos. Y en algunos casos, ni siquiera los buscaban.