
Oda a las rodillas
El tenis entre el fragor y el miedo
27 de mayo de 2025
Observo otra vez mis rodillas. Se ven flacas, huesudas, pero todavía prestan servicios. Desde que tenía cincuenta años -hace ya casi dos décadas- se la pasan insinuando lesiones que no se concretan. Creo que son mimosas, me reclaman atención con dolorcitos espasmódicos e inquietantes. Me recuerdan, por amigos o comentarios, que suelen ser las que deciden. Les dedico una especie de tiempo sagrado. Me saco placas que no informan nada y salgo a fastidiar a traumatólogos serios. Me hago masajes con pomadas hediondas o métodos orientales vulgarizados. Sé que todo esto es vano, pero a la vez creo con pasión que es esotéricamente útil. Para pedirle a Dios, ya es tarde. Con todo derecho, él no creería en mi plegaria después de tantos años de no creer en él. Pero invento mi propio ritual apelando a una insondable majestad de la fortuna para que mis rodillas sigan siendo fieles. Acabo de jugar un rato al tenis, mal como siempre. La edad me absuelve. Cada media hora pego un golpe decente y pongo cara de saber cómo se hace. Lo mejor de este juego es el vivificante contraste que regalan el naranja y el verde. El césped, su aroma profundo y el manso manto de ladrillo aguardando que alguien le desoville universos. Antes de un partido, mientras las riegan o les pasan el rodillo, las canchas promueven la fantasía de épicas jugadas. Ya sobre el fleje, me conformo con que la pelota vuelva como sea para el otro lado.
El tenis es un mundo grato. Y como todo lo agradable, también tiene su parte absurda. Me entrego al sol en una de estas sillas pensadas para hidratarse o acomodarse antes de jugar. Me avergüenzan, a mi nivel, los preparativos teatrales. Traigo la raqueta ya desenfundada desde el auto y no hago elongaciones. No me hidrato antes ni después porque aquí no venden cerveza. Mientras espero que me llamen elijo recordar lo que imaginaba para este momento. El mundo y el tiempo me aplicaron su autoridad. Creí que iba a llegar mejor, supuse que al menos este tipo de vida me iba a abonar un rostro cobrizo, como el de Cary Grant. No pudo ser. La piel se me inclina hacia un rojo tomate y las arrugas son alarmantes en mi cuello o en mis manos. Parezco un lagarto en el espejo cuando giro la cabeza para afeitarme. También la vista me ha quedado por debajo de lo esperado. Todavía no me impide conducir o enfocar los caprichos de la pelota, pero es irritante comprobar que complica acciones cotidianas. Ni siquiera veo bien lo que estoy comiendo, algún día voy a tragarme la tapa de una botella creyendo que es una aceituna. Son los puntos fallidos de aquel esbozo. No soy uno de esos veteranos elegantes que además le pegan bien. Este perfil les está reservado a ciertos tipos genuinos, de raza, que jugaron siempre y desfilan por aquí con una naturalidad que no tengo. Yo empecé cuando casi era un abuelo, soy un advenedizo que ha entrado tarde y por la ventana, aunque fui muy bien recibido. Lo que podría animar cierto saldo positivo, es haber llegado más lejos que algunos de mis primeros rivales. Más de uno tuvo que dejar justamente por las rodillas. Saberlo me da mucho más miedo que orgullo. Con respecto a los siguen en carrera, noto que tengo tantas ganas como ellos o más, conservo ese hambre típico de equipo chico, que no siempre me juega a favor. Se me ve derramando energías en un golpe finalmente risueño. Más que al tostado, canoso y satisfecho me acerco al tipo del viejo loco, un poco cómico y atropellado. Es mi autentico talle y he aprendido a vivir en él. Tanto, que a veces exagero esos rasgos. La gente se pone bien cuando uno le confirma cosas y a mí no me cuesta nada. Pero lo que más disfruto de este empolvado mundo son los profesores. Jóvenes y condescendientes, me mienten que estoy mejorando y yo simulo que les creo porque los comprendo. En definitiva, de esto viven. Se parecen de algún modo a mi mujer, porque siempre me están pidiendo que me mueva: “recuperá el centro después de pegar”, “corré para atrás cuando el tiro viene alto y profundo”, “corré para adelante cuando el tiro viene corto”. Quiero mucho a los profesores, pero más lo quiero a mi cardiólogo. Esta porfía, tantas veces placentera, es también un contrasentido. Pretende oponer lo ascendente (jugar mejor, algo apenas probable) a lo descendente (el deterioro de los años, algo totalmente inexorable). O sea que haga lo que haga, algún día jugaré a menos ritmo que hoy, pero suspendo esta ruda ecuación cada vez que agarro la raqueta. Tengo que admitir algo en tren de no sonar tan sombrío: en los comienzos llegué a molestar a los que jugaban en una cancha lindante. A cada rato una pelota muy mal jugada se cruzaba y los interrumpía. “Un poco abierta” gritaba yo como para atenuar el mamarracho. “Por qué no te dedicás a otra cosa” pensaban ellos, aunque solo me lo decían con la mirada.
Por rara mediación de las rodillas y los profesores, veo que hoy, cuando nos ponemos a juntar las pelotitas para devolverlas al canasto, son pocas las que se han fugado hacia otras jurisdicciones. Claro que ese es el momento más peligroso y más temido. Me tengo que flexionar, agachar y volver a incorporarme varias veces. Durante esos largos segundos rezo en silencio por mi salud. Hasta ahora, con buena respuesta de estos dioses míos de baja calidad, presuntos protectores de los meniscos, las rotulas y los ligamentos. Son ellos los que dirán hasta cuándo.