
Palabras partidas
Una revisión de lo no hablado
9 de julio de 2025
-No te engañes, Gabriel, yo nunca voy a ser como Miriam
Entonces el dominio, o cierto control de las cosas, algo que él se apuró a dar por descontado, empezó a desmoronarse esa noche mientras contemplaba el salón saturado de maderas y alfombras. Así era la confitería del camino centenario donde no creía estar enfrentando un enigma. La calculada palidez de las luces y unos troncos de quebracho ardiendo imponían aquella intimidad de consumo. Gabriel paladeaba el entorno como si fuera un aliado de su expectativa y prefigurara un nuevo intercambio de coincidencias y consentimientos con Aldana. Aguardando que trajeran a la mesa lo que habían pedido, se formó el paréntesis justo para hablar de lo que quería hablar. Algo que era importante para él, pero difícil de incrustar entre las acarameladas complicidades para las que ambos se habían acicalado con detalle. Eran los tiempos en que una relación era un “espacio” y el dialogo una práctica prestigiada. También ellos eran una pareja oriunda del paisaje psicologista que estallaba en soluciones con solo verbalizar. Supuso entonces que había lugar para pedir y, como contrapartida, escaso margen para negar. Solo algún tiempo después, entendió que lo único bueno de haber sacado a la luz aquella ensoñación escondida para hacerla chocar contra Aldana, fue que le permitió dimensionar mejor a su compañera dentro de una historia acotada a las señales de continuidad. Claro, todavía envuelto en las mieles de la seducción recíproca, Gabriel no quiso atender al talle inercial de ese romance que simulaba redondez mientras conjugaba con brutalidad dos idiomas. Atildado y servicial, el hombre se acercó a la mesa y se flexionó con un ademán ensayado para apoyar el trago de ella, transparente y dulzón, y el severo negroni de él, cuajado en una rodaja de naranja inundada de bitter. Se demoró Gabriel en tomar el primer sorbo y prefirió hacer rodar los pequeños bloques de hielo formando un tintineante remolino. Evitando mirar a Aldana para ocultar una mueca de disgusto, procesó el “no te engañes” calculando los alcances de la advertencia. El noviazgo -que así se llamaba con propiedad porque cumplía los requisitos incluido el futuro- llevaba aproximadamente un año. En vano trató de no empañar el paso sensual y festivo ante la aparición de aquella primera grieta. Sobre el bello rostro de Aldana que las vacilaciones de la luz tornasolaban sin pausa, se le representó de golpe la naturaleza extranjera de su novia respecto al mundo original y perpetuo de él. Repasó en secreto -mientras ella trataba de reactivar la calidez sugiriendo que la noche continuara en el hotel- si el error no había sido el querer a otra en Aldana y en habérselo hecho saber. Sí, pensó con firmeza y a la vez con perentorio alivio: el error fue poner como modelo a otra mujer, en este caso una nuera funcional como Miriam, la mujer de su hermano. Él les quería llevar algo parecido a sus padres para no ser menos, pero decidió que la cuestión iba a tener arreglo más adelante. Bebió entonces el primer sorbo de ese caldo ambiguamente amargo mirándola como quien descubre un rostro nuevo en la imagen conocida. También pensó -o temió- que una pequeña frase podía ser tan solo eso o muchísimo más. Imaginó el aro de un llavero que se abre en los extremos ¿Cuánto se iba escapar por ese hiato? Lo menos que iba a llevarse esa noche luego de pagar la cuenta era la incertidumbre. Entre ellos era habitual -aunque no necesariamente natural- que la música o el alcohol no los extraviaran hasta ese punto donde el vértigo pone en riesgo el control. No, eran novios clásicos, aunque lo necesariamente distendidos por aquella laxitud en boga que estiraba las formas para no romperlas. Notó que Aldana, tal vez impaciente porque no retornaba la armonía, lo estudiaba y lo esperaba hasta que dejó de esperar:
-Gabriel, no te enojes, yo no puedo ser una obsecuente con tu vieja como ella…
Veintiocho años y tres hijos después, Gabriel cree que el hablar siempre estuvo sobrevalorado. Piensa que las personas, más que dialogar, exponen. Utilizan el habla para exhibir lo que son o lo que exigen. Tienen allí un arma o un escudo, pero pocas veces un camino. En la tibia y lejana noche de la confitería, él aun creía en la fecundidad de ese ejercicio tan recomendado. No recuerda bien de dónde lo sacó, pero le gustaba definir al dialogo como un intercambio, donde las personas se modifican entre sí al aproximarse como sucede a veces con algunos elementos de la química. Fue bajo aquel optimismo tierno como llegó a suponer que era posible negociar con Aldana hablando y a la distancia debe admitir la franqueza visionaria de ella. Se ríe Gabriel evocando que el candor comunicativo no sirvió ni siquiera para que ella, tras algunos años de matrimonio, siguiera yendo domingo por medio a la casa de sus padres. Para entonces, hablar se había convertido en solamente escuchar. Un poco más sabio, pero no menos triste, se acerca ahora a la cocina eléctrica donde empieza a saltear unos champiñones a la crema para que inunden su austera porción de tallarines.Por momentos siente que no es tan ingrato comer solo, o que comer es uno de esos actos en los cuales la soledad ofrece ventajas. Por ejemplo, puede hacerlo en el desayunador rebatible de la pequeña kitchenette, sin trasladar ni ensuciar tantas cosas. Puede diferir también el lavado de platos si el partido está bueno o puede incluso irse a dormir sin probar bocado, y no deberle a nadie las explicaciones por su indisimulable pena. Además, la ventana rectangular que da al espacio de consorcio, ofrece unas pocas estrellas nítidas que adora con nostalgia en medio del silencio que solo interrumpe el ida y vuelta de los ascensores. Comprueba que en esas condiciones se puede pensar, y que pensar es más valioso que cualquier charla que recuerde. Le reconforta saber que al menos él se escucha, que debate consigo mismo y está dispuesto a aceptar la superioridad de algún argumento al que no había recurrido antes. En la olla de aluminio burbujea la crema y en el colador descansan los tallarines “al dente” soltando el agua de hervor. Gabriel cocina poco, pero con esmero. Vuelca el contenido del colador en la ollita, revuelve, toma un tenedor y se lleva todo a la corta mesa de laminado blanco. Se sienta en la banqueta, esparce queso rallado, y se posiciona para ver algo en el televisor. Pero hace una pausa antes de encenderlo para repasar una nueva idea: tal vez la banalidad haya sido la garante de tanta conversación fluida, porque… ¿hablaron alguna vez entre ellos de la posibilidad de que un buen día no se hablaran más? Es una pregunta linda, piensa Gabriel, y una buena compañía para la cena porque va a ser difícil que aparezca la respuesta.
No me llames más Gabriel, hablá con mi abogado…