Juan Domingo Peron

Pulqui, caricatura y tragedia

El peronismo entre la parodia y la resiliencia

15 de abril de 2025

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¿Y si fuera que, a despecho de la sociología o la politología, tan solo el arte pudiera dar cuenta del peronismo? ¿Y si eso se debiera a su anatomía de espasmos, a su memoria sinuosa y un poco desgranada, o a su laboriosa incongruencia simbólica? Algo de todo esto queda sugerido por “Pulqui”, una curiosa película de Alejandro Fernández Moujan.

En una de sus obras en exposición, Daniel Santoro, el pintor y protagonista central de la propuesta, retiene al peronismo dibujándolo sobre una geografía de tenazas. Allí lo condena allí a la utopía, lo hace jugar de tres, como una histórica irreverencia lanzada a fracasar con bellísimo estruendo. Y el peronismo le cede esos tonos al autor porque, puesto a interpelar totalidades, resultó un caso davídico y pintoresco. Si ocupa todavía un lugar es el del “paria” ideológico, reflejando a izquierda y a derecha, vagabundeando, según acierta el artista plástico, pero imponiendo en su campo de desempeño un tipo de actor que altera el laboratorio. Errático de un modo creativo, el peronismo espolea la impaciencia intelectual inflamando la rauda curiosidad artística. Es también inmoderado, su fluidez estética, su anchura cromática capaz de vincular lo diáfano y lo macabro, le confieren una disponibilidad narrativa encallada en lo pasional. Ya el entrañable Leonardo Favio lo entrevió como una “sinfonía del sentimiento”. También Osvaldo Soriano lo supo recortar después y antes de la política. Efectivamente, el peronismo no está para darle satisfacciones a la política. Su constitución celular no conlleva estrictamente un rango cívico. Sus criaturas serán siempre, mientras vivan, “los muchachos”, y perpetuamente lo serán según el peculiar registro de Hugo del Carril.

Con varias décadas encima, Daniel Santoro y Miguel Biancuzzo son, genuinamente, dos “muchachos peronistas”. Tienen ambos un perfil gracioso, residual y típico. Bajo la intuitiva dirección de Fernandez Moujan, organizan la reanimación de uno de los hitos que doraron la hora de Perón. El famoso avión Pulqui voló mucho más alto que una aeronave. Fue una metáfora preferencial, fue el Objeto Volador Justicialista. Encarnó el momento de calzarse las alas, tal vez la cima desde donde caer bien fuerte, ayudado por la recurrente artillería anti-sueños, siempre bien equipada. La reedición casera de aquella ingeniería toma, bajo la conducción de Santoro y Biancuzzo, un calculado paso de farsa pleno de carga emotiva.Correlativa a la precariedad del presente, la empresa descorre una sutil elegía: “un instante en la patria de la felicidad”, reza un subtitulo proferido desde esta otra orilla del tiempo, donde ya no hay mas felicidad ni patria.

El proyecto puja en los hangares de lo que queda. Asume el carácter de aquello que lo entorna: raidos galpones y tinglados del sur bonaerense, olvidadas calles con pasos de ferrocarril a nivel, monumentos de oxido, embarcaciones abandonadas, perros laterales y un devastado orbe post industrial donde ya solo se hacen ocasionales reparaciones y algún asado. Hay autos desguazados hace años, herramientas de fundición casera, y el aire que remite a tiempos mejores está tan fuertemente grabado que no necesita del texto. Fernández Moujan lo vuelca hacia el objetivo de la cámara recurriendo a la naturalidad de los escenarios y de los inefables “muchachos”. La recreación del Pulqui en escala es un ritual resignado, aunque irrenunciablemente mágico. Santoro y Biancuzzo no esperan del armatoste un prodigio vehicular que vulnere los tiempos o que sugiera un avatar simbólico convocante. Es tan solo un homenaje a la vez que una parodia. El neo Pulqui ejercita las aproximaciones que hay entre la obcecación y la dignidad, disecciona al fetiche peronista, asalta su calcificada contextura y lo inyecta de vivificante añoranza. Entonces se revela la colosal ternura del peronismo, y esa habilidad elíptica que le provee su intimidad con lo oculto. A través de la película, que a su modo replica el aparente despropósito de los protagonistas, se produce o se induce la reapertura de interesantes enlaces colectivos. Este precario Pulqui también quiere despegar, aunque sepa que no puede, pero es trasladado hasta la República de los Niños (otro sello de época) y allí, arrastrado contra el fluido de aire por un auto en velocidad, consigue ensayar una torpe erección. No alcanza a planear, pero antes de destrozarse contra un poste consigue apuntar brevemente hacia lo alto, completando la iconografía voluntarista de los “muchachos”.

Ese burdo instante enhiesto reedita, también en escala, al instante glorioso de 1952, y ambos se eslabonan dentro de cierta épica sentimental. En el cierre del film, un dibujo del sesgado avión sobrevuela el perfil horizontal de Buenos Aires mientras que a través de ese juego el cine a su vez sobrevuela al peronismo en tanto madeja de flexiones capaz de incluir la perplejidad ante sí mismo. Esta aventura discursiva es, en definitiva, una exhibición de aptitud histórica. El falso Pulqui con su compleja genealogía, alienta las lecturas no habilitadas, corre por debajo de los cánones, tiende enlaces fecundamente reprobables y domina la deseada clausura del peronismo con la codificación propia de un credo. De este modo, se convierte en un envío nítidamente marechaliano, de irónico coqueteo con lo trascendental. La película triunfa entre otras cosas porque es mucho mas arte que política, en tanto ha sabido licuar a esta en la fragua de aquella. Confirma así la presunción del inicio, burla otra vez el corsé analítico. Deviene arte entendido como acto de amor, en tanto restaura desde adentro la riqueza de lo que incansablemente se intenta empobrecer desde afuera. Para cerrar, en la pantalla desfilan camionetas y camiones de la supervivencia. Hombres que cruzan el Puente de la Noria como si fueran ganado, mirando al resto de los autos desde otra parte, como sabiendo que están, pero no son. Cartoneros, vendedores de la calle, trapitos, se internan sin querella en otra sórdida jornada. De fondo, suena una lacónica versión en piano de la indeleble “marcha”. Para no conmoverse con esta obra, no alcanza ni siquiera con el prejuicio o la fobia, se necesita abjurar de lo esencialmente humano.

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