
Realismo, el sueño eterno del cine
Discusión sobre la realidad y el cine
17 de abril de 2025
"Las cosas están ahí, ¿por qué manipularlas?"
ROBERTO ROSSELLINI
¿Por qué mantendría el cine una “deuda” con la realidad? A las artes en general no se les reclama una mediación que devuelva casi intacto aquello que capturan o en lo que se inspiran, y con gusto se les consiente que lo alteren en una excursión formal justificable como empresa de interpretación o generación. La habitual exigencia de que el cine sea fiel a lo real reanima entonces la fatigada discusión sobre su condición artística y hasta reclama ser precedida por ella. Si la desarrollara, esta nota se me haría inabordable. Puedo al menos servirme de una definición salomónica: el cine sería un arte aún en su involuntaria reunión de artes que no consiste en síntesis sino en una convergencia facilitada por la intervención casual e histórica de la tecnología. También seguiría siendo arte a pesar de su modo de producción, colectivo e industrial, y de su locación social como mercancía.
Aceptado el rango por esta vía expeditiva, vuelvo a preguntar sobre el presunto “deber ser” del cine. Recurrentemente, leo que la fotografía, su célula fundante, obra como el faro de cierta pretensión ontológica. El cinematógrafo ha nacido como instrumento registrador. Aquí también se abre un curso interminable. Porque la fotografía es documento o indicio -materia afectada por el objeto que refleja- sin perjuicio de todo lo que se abre desde el instante en que el portador de una cámara elige un encuadre y un momento para ejecutar el disparo en procura de estilo. Multiplicada y acelerada, la fotografía se vuelve cine.
Personalmente, entiendo que la ilusión de movimiento producida por la sucesión de fotogramas es un primer gran desgarro del cine respecto a su presunta naturaleza documental y no por el ya cuestionado engaño técnico a la labor retiniana. El movimiento en la imagen-para bien o para mal- inaugura la más notable conversión de lo entendido como real: Reproducido y proyectado en dos dimensiones, comienza a funcionar y a fascinar como espectáculo. Refleja lo humano y lo que le es pertinente bajo una fuerte -quizá desproporcionada- preeminencia visual. Y aun en la concurrencia con lo informativo, esta novedosa estética promueve un interés esencialmente lúdico. Promete -y cumple- el placer de observar algo a la vez familiar y ajeno. Lo familiar atrae por proximidad mientras la ajenidad preserva por distancia. Básicamente, ver cine es cumplir el sueño de espiar en la vida ajena con la impunidad garantizada.
La filiación realista del cine remite afanosamente a la fotografía.Registro, documento, testimonio, serían sus misiones inherentes desde esta perspectiva. Para eso habría nacido a partir del propio hallazgo de los Lumiére en 1895. Una amplia y brillante discusión sobre estas cuestiones se desarrolla y publica en la revista de cine Taipei, que edita Álvaro Bretal. Allí se suceden las notas de Christian Flores “Muerto el cine nos queda vasto mundo” y la respuesta de Iván Bustinduy “El problema de la observación de la naturaleza”. Sigue un descargo de Flores a las objeciones de Bustinduy titulado “El gesto de Rossellini” y se suma finalmente al debate Agustín Durruty con su “Contraplano del realismo”. Simplemente recomiendo leerlas y me cuido de seccionar o citar lo dicho en ellas para no poner en riesgo el sentido que le haya conferido cada autor. Solo me referiré brevemente a Roberto Rossellini en relación a sus postulados sobre la realidad y el cine.
Por sus conocimientos de historia, teoría y praxis del cine, no estoy a la altura de aquellos polemistas. Me atrevo a señalar una cuestión que a mi entender subyace al rico contrapunto publicado en Taipei. La primera de las notas, que reivindica la capacidad del cine para modificar la percepción del mundo, desdobla ese poder. Por un lado, en la invitación a salir a filmar “el mundo” con una cámara sensibilizada e interesada por el otro, incluida su suerte social. Aquí se invoca al Kiarostami de “El Viento nos Llevará” (1999). Por otra parte, en cierta recuperación de la naturaleza tal como se ofrece en su inmediatez. Aquí las referencias son James Benning o Kelly Reichardt.
Faltaría desarrollar la noción de “realidad” y “mundo” para que no queden reducidas o resulten confundibles con estas posibilidades. Y también distinguir entre “realidad” y “naturaleza”. Mientras que “naturaleza” es aquella parte del mundo que no ha sido hecha por el hombre, “realidad” es un concepto mucho más complejo. Un uso de filiación materialista inclina a pensar la realidad como lo exterior objetivable. Un concepto más ligado a la fenomenología puede ampliar su alcance. La realidad sería lo que Karl Jaspers denominaba lo “circunvalante”, aquello que rodea al sujeto de percepción forzándolo a asimilarlo, codificarlo y resolverlo u ordenarlo en la intelección. Las cosas cambian si se acepta la gradualidad cualitativa de lo real y tanto “realidad” como “mundo” se convierten en una referencia que engloba a sus propias representaciones de diverso grado. Ese abanico que se tiende dentro del sujeto entre lo grueso y lo sutil, y cuyos registros se procesan en distintos niveles de conocimiento o reconocimiento.
Se conoce en la intelección, pero también se conoce en la intuición y hasta en la meditación. Todo ese conocimiento da cuenta de algo real, en tanto existente. Solo así es posible conferir verdad o sentido a una poesía ultraísta, una pintura expresionista, a la iconografía bizantina o a cualquier ficción dramática. Y esto no se computa del mismo modo que la realidad de un automóvil, un corte de calle presenciado o protagonizado, o una controversia política intelectualmente desplegada. Estas últimas realidades no requieren la legitimación de la poética aristotélica ni la distinción entre ficción y mentira que urge traer a colación. Retomo entonces la cuestión del primer párrafo. Nadie acusaría seriamente a lo poético, lo pictórico o lo musical, de haber abandonado el mundo o traicionar a la realidad.
De modo que la primera pregunta se embaraza de una segunda: ¿Qué es la realidad o el mundo para los medios o prácticas que denominamos artísticas? Sé por la lingüística que la realidad y el mundo son categorías mediadas, representacionales. Por rotundas o directas que me parezcan, las organizo y las significo. La paradoja del cine es que corporiza ese imaginario mental, psicológico e ideológico. Lo convierte en un significante de segundo grado. No está construyendo los signos de las cosas subjetivamente percibidas. Al trabajar con imágenes -o sea objetos semánticos derivados de la percepción de objetos reales- está construyendo signos de los signos. Juega con ellos en una nueva zona donde los reordena y los conjuga ya distantes de su referencia primigenia, que eran el mundo o la realidad. En orden a esto, el cine es por imperio genético -y por una inevitable tendencia a la autonomía- un producto de relación ilusoria y escindida con respecto a lo tenido por real. Se parece en esto a un alucinógeno. Voy entonces a la tercera pregunta emergente ¿Lo fantástico, lo ficcional y lo ilusorio, son vanos y gratuitos?
No necesariamente. Es probable que formen parte de una elíptica vinculación con lo real, como lo quiere el psicoanálisis respecto a los sueños (esta opción ingresa a una fase exponencial con la digitalización de la imagen). A su vez, sería necio negar que un trabajo cinematográfico de tipo documental, o una ficción que contenga amplias zonas documentales, tengan la capacidad de empujar un enlace intelectual o emocional con el objeto filmado. Pero incluso allí la pantalla sigue obrando de una doble manera: es puerta de acceso, pero es también una valla que permite al espectador disociarse de lo informado. No es difícil observar ese tipo de infecundidad consistente en conocer conflictos en la sala sin involucrarse jamás con ellos (o peor, creer que se participa solo por haberle practicado una visita visual e indirecta).
Volviendo a los mandatos previos que afectan a la concepción y confección del producto película, quedan claras dos cosas: más allá de que el recurso documental sea didáctico y aplanado como un largo informe o una crónica de hechos, o se trate de un introito sutilmente incrustado sobre lo ficcional como soporte o entorno, el mismo responde a un imperativo de orden moral. Alguien entiende por algún motivo que es preferible filmar así y que el cine es un hábil vehículo crítico o transformador, más allá del grado de eficiencia que se le adjudique en la tensión cultural en juego. Esto Implica una ética del cine que no acepta ser medida por los resultados.Es loable -quizá hasta necesario- pero es una opción condenada a cercenarle al cine potencias propias de su medio.
Roberto Rossellini -mi muy admirado Rossellini- no se traiciona en “Roma, ciudad abierta” de 1945. Seguramente está convencido de que no “manipula” las cosas cuando enfoca el cuerpo caído de Anna Magnani. Es más, de acuerdo a lo que cuenta Ugo Pirro en su libro Celuloide (que narra la historia de la filmación de la película), aquella ficción se basa en un hecho real. Pero lo que hace Rossellini, pese a su propia proclama, es poesía de la imagen. Poesía trágica, poesía en la que resuenan hechos de la historia y que conmueven informando a su modo el dolor de un momento. Pero “Roma, ciudad abierta” no es una crónica, no es periodismo, ni es historia. Es un testimonial dramatizado por actores y centralmente sostenido en dramas personales, aunque retrate una situación colectiva. Otro emblema del neorrealismo es “Ladrón de Bicicletas” (1948)de Vittorio de Sica. En esa película -como dijo Francois Truffaut- interesa mucho más la relación entre el padre (Lamberto Maggiorani) y el hijo (Enzo Staiola) que la desocupación en la Italia de posguerra. Y esto sucede porque De Sica -sin perjuicio de que su película notifique subsidiariamente una cuestión social- enfoca esa historia afectiva.
El propio texto de Pirro explica que “Roma Ciudad Abierta” se filma de esta manera en parte por convicción y en parte por condicionamientos de la coyuntura. La falta de material, de presupuesto, y fundamentalmente, de un set de filmación. Sin perjuicio de que muchos avances formales del cine se deban a la casualidad o sean hallazgos involuntarios, aquí ese encuentro ha resultado feliz. Las calles, los protagonistas no actores, la realidad documentada en importantes segmentos de la película, funcionan a favor de su desarrollo dramático. Quien siga la filmografía de Rossellini encontrará que luego, tanto en “Stromboli” (1950) como en “Viaggio in Italia”, (1954) la naturaleza, y los exteriores presentados en su reflejo directo quedan atados a una sintaxis que les confiere nivel metafórico. No valen solo como información. El montaje, la asociación entre los planos, condenan al registro obligándolo a escalar. Diluyen su objetivación en la continuidad significativa. Es un realismo “manipulado” que pretexta la realidad al servicio de una narración.
Lo que tiene el cine -aunque a veces no lo sepa- es la posibilidad de traducir el mundo en un lenguaje que articula en su matriz -por primera vez en la historia de las formas de expresión humana- lo documental, lo poético y lo espectacular. En una película, los subtítulos se dirigen al intelecto, el curso narrativo de las imágenes es procesado por lo intelectual y por lo intuitivo, y la música viaja sin escalas hacia la recepción emocional. En conjunto, atienden a la curiosidad y al deseo de experimentar algo excitante y distinto. Nadie va al cine a educarse y muy pocos a informarse. Sin embargo, es probable que allí se crezca toda vez que se pueden percibir otras vidas de otros seres, y en el mejor de los casos, incorporarlos y entenderlos. Se puede salir de la sala un poco más tolerante o solidario, aunque no es ley. Ampliación de la conciencia y de la sensibilidad serían los impactos deseables en el caso de las películas más noblemente animadas siempre y cuando su elaboración sea eficaz.
Pero si la preocupación por el realismo se relaciona de algún modo con este tipo de expectativa, o la idea de hacer cine tuviera este objetivo excluyente, debo aclarar a tiempo: nadie cambia a su pesar y ciento veinte años de películas no han detenido en absoluto el envilecimiento general del mundo. Visto así, conviene separar. Es indiscutible que le sobran al cine zonas donde ubicar referencias para un rango elevador de lo humano. Sin perjuicio de una discusión aparte sobre la pasividad de los espectadores en el circuito de producción, distribución y consumo de películas, la mecánica crueldad del cine “mainstream” actual demuestra que el interés mayoritario del público no ha apuntado en aquella dirección. Esto honra al cine en tanto que lo libera de culpas por semejante estado de las cosas.
Es (el cine) algo maravilloso, al que le dedico una parte del día (más para disfrutar que para investigar, aunque no sean acciones excluyentes). Y aunque refleje orientaciones y tensiones ideológicas, no siento que se libren en su seno batallas de importancia trascendente, salvo para ingrávidas minorías. Cinéfilos, críticos, estudiantes, directores, profundizamos saludablemente el análisis, pero lo hacemos fatalmente restringidos al ámbito de quienes además de tener acceso económico o tecnológico a las películas, tenemos el interés y el tiempo necesario como para reflexionar en torno suyo. La palabra “entretenimiento” duele, pero miente poco.
Y aquí me acerco un paso más a la cuestión del deber ser del cine observada desde las condiciones propias de su medio. Puedo pensar al cine en una línea que se remonta a Gotthold Lessing y su fundacional estudio sobre los límites de la escultura y la poesía a partir del Laocoonte (1766). Puedo preguntar qué es lo que puede hacer conforme sus materiales, o en este caso su dispositivo. Tratándose el cine de una confluencia artística, lo que me ayuda a definir sus deberes -si los tuviera- es distinguirle aquello que otras artes no pueden hacer por sí solas. Ahí está, ese es el lugar que lo acerca a sí mismo. Es lo más propio que tiene y es lo que cuando falta condena a una película a ser un ejercicio inferior a los medios que dispone. Semi cine, sub cine.
El cine puede mostrar desde arriba el Himalaya o la Riviera, reanimar un dinosaurio, hacer que un auto vuele, que un hombre o una mujer sean infalibles. Puede convertirlos en mosca o hacerles parir un alien desde el estómago. Puede darme un gigantesco primer plano de Ingrid Bergman o Margot Robbie, de Clark Gable o George Clooney. Se dirá que hay una cuestión de costos. Aceptado. Tampoco mi auto se parece a una Ferrari, ni tengo la solución para estas diferencias (con las que no simpatizo). Pero tratándose de cine, me resultan mucho más claras sus potencias que sus obligaciones. Sé que puede darme algo más que la inmediatez de la naturaleza o la rigurosa información de una situación social. Parafraseando a Rossellini: ¿si sus posibilidades están ahí, por qué limitarlas?