Katharine Hepburn como María Estuardo

Reinas consteladas

La María Estuardo de Stefan Zweig, filmada por John Ford en el rostro de Katharine Hepburn

27 de abril de 2025

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Con rara nitidez, mi memoria retiene a aquella Katharine Hepburn cuya belleza, ya madura, campeaba sobre la Venecia diáfana de David Lean. Eso era en “Summertime” (Locuras de Verano) de 1955, un filme que ya quisiera ver por tercera vez. Más hacia atrás, puedo detenerme en una de las joyas de John Huston (“La reina de África” de 1951) donde la evoco enamorando a un áspero Humphrey Bogart entre fatigosos pantanos. Tampoco podría olvidar su portentosa sociedad con Spencer Tracy, tan rica en títulos, de entre los cuales prefiero a “La impetuosa” (“Pat and Mike,” de George Cukor, de 1952) sin desmedro de “La fiera de mi niña” (Howard Hawks de 1938) en refrescante dupla con Gary Grant. Y aunque voy camino de lograrlo, confieso que no he alcanzado a conocer la totalidad de sus protagónicos.

En medio de esa busqueda vengo a enterarme que el periodo que va de 1934 a 1938, en la vida profesional de Katharine, suele ser rotulado como el de sus “fracasos comerciales”. A esa etapa, justamente, pertenece la película “María Estuardo, reina de Escocia”. Ni a John Ford se lo conoce por el género histórico (aunque podríamos evocar “El joven Lincoln” de 1939) ni a la Hepburn se la asocia fácilmente con personajes de la historia (salvo su Leonor de Aquitania de “El León en invierno”, de 1968, dirigida por Anthony Harvey). Pero en 1936, el director de “La diligencia” y la actriz oriunda de Connecticut concurren para dejarme esta magnífica encarnación del ya legendario drama de la monarquía escocesa. Reina también a su modo, Katharine intrusa aquí la atmosfera cortesana y posmedieval de 1580, sirviéndome sobre la pantalla una María Estuardo narrativamente aferrada al retrato biográfico -altamente estilizado- de Stefan Zweig. Dependencia que denota astucia en la elección de John Ford. Hepburn vivifica la versión sin evitar el desborde impuesto por su propio talante personal. Choque o fusión de reinas que se completa, quizá, gracias a cierto oscurecimiento de la figura generadora y original.

Reina enamorada, la leyenda la quiere hermosa y contrastante -también en esto- con su envarada y temible pariente, la rígida Isabel Tudor. La dificultosa hija de Enrique VIII postergó a la mujer bajo la investidura. La escocesa, en cambio, vivió en abierto conflicto con su regencia. De ahí que fuera una perdedora en la política pero una gran triunfadora de la literatura. Su belleza y humanidad no dejaron de crecer, solventadas por grandes tácticos del relato como Zweig y Ford. El primero no descuidó la ocasión de confundir biografía con novela -pararegocijo de los lectores- mientras que el segundo, tal vez, encontró en el fantaseo del escritor austriaco un material justo para su estilo visual prieto, compacto, capaz de construir dos horas de unidad estética y emotiva. La torsión del personaje fílmico respecto del literario, de haberla, se decide en el semblante de la gran actriz, en su rostro definitivo y radiante. Aquellos pómulos incisivos resaltan la indisimulable y afamada energía de la Hepburn, la misma que la erigió como una feminista “avant la lettre” fuera de los estudios. En los errores e inseguridades que abonaron el camino de María Estuardo hacia el cadalso, las narrativas de Zweig y Ford necesitan suscitar sombras de frivolidad y temor que no resultan naturales en el semblante de la gran intérprete americana. Pero el marco visual propuesto por el director y la misteriosa armonía interna de sus productos consigue encender la potencia dramática de aquel derrotero.

Crónicas tardías sugieren que el exceso de planos dedicados a enfatizar el firme y bello rostro de la actriz encontraría su explicación en el oculto y furibundo romance que Ford mantuvo entonces con su dirigida. Huelga decir que ese rostro no satura nunca su propia frescura y alcanza momentos memorables gracias a la justeza interpretativa. Así ocurre en el trance mas critico de la vida de Estuardo, cuando acechada militarmente por los lores, debe despedirse del conde de Bothwell (curiosamente de apellido Hepburn), el hombre que fue su gran amor y su ruina política. En la despedida apremiada y casi pública, María Estuardo -de serle fiel a Zweig- debería conjugar en pocos segundos el desgarro amoroso, la sorpresa, la intuición de su caída como monarca y una espantosa aproximación a la soledad sentimental y política. El sufrimiento de la amante no debiera ceder a una desesperación impropia del rango: Hepburn y Ford resuelven el caso con maestría. La segunda cima dramática se alcanza hacia el final, en el subrepticio encuentro entre Isabel y María. Aquí se recurre al diálogo en contrapunto, redondeando el sentido de la lucha por el poder. El inspirador y autentico propietario de este final es, sin dudas, Stefan Zweig, quien no iba a perderse esta posibilidad difícilmente verificable. Victima y victimaria cruzan sus demoradas imputaciones desplegando el diseño que cada una le mereció al novelista y desde las cuales organiza Ford el carácter fatal del desenlace. A Isabel no la mueve un gratuito ejercicio de la crueldad -de fluida circulación en su reino- sino un fóbico temor de perder lo que ha conseguido desde aquella niñez azarosa y casi bastarda. Conteste con otros retratos de la hija de Ana Bolena, la monarca inglesa necesita reprimir un sentimiento humanitario para decidir la ejecución de su inestable rival. María por su parte, se condena porque su humor apasionado e imprudente no la ayuda a impedir que la utilicen comoarma de ofensivas políticas internas y externas a Inglaterra. Actriz y director resultan bien dignos de esta resolución literariamente brillante. Isabel se da una última oportunidad para dormir en paz ofreciéndole a María la vida a cambio de la renuncia a sus derechos de sucesión al trono. El filme suelda su coherencia en la negativa de la Estuardo, quien ya lo ha perdido todo, menos lo que Isabel pretende quitarle. El patíbulo deviene así inevitable y Ford se permite desembocar con una escena ávida de posteridad, anclada en la mirada de Katharine. La sugerencia, atrevida, propone la reunión de lo patriótico y lo pasional bajo la connotación mística y empuja a favor de una heroína cuyo último trazo es de calculado tono poético.

Con el caso de María Estuardo se puede escribir mucho y muy bien, advirtió seguramente Stefan Zweig; filmando a Katharine Hepburn se puede trascender cualquier texto, debe haber pensado, por su parte, John Ford. Si Orson Welles -para mi extrañeza- repetía tres veces el nombre de Ford cuando le preguntaban quienes eran los tres mejores directores de la historia del cine, su colega Frank Capra me convoca ahora con una distinción suya igualmente rotunda: “Están las actrices y está Katharine Hepburn”

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