
Un imperio sin cielo
Un tiempo de transito entre el mundo antiguo y el medieval
5 de mayo de 2025
“Durante los cincuenta años transcurridos
entre el ascenso al trono de Constantino el
Grande (308), tío de Juliano, y la muerte
de este (363), a la edad de treinta y dos
años, se estableció la cristiandad. Para
mejor o para peor, en la actualidad somos
en gran medida la consecuencia de lo que
ellos fueron entonces”
GORE VIDAL (“Juliano el apostata”)
Hoy me gustaría recomendar una rigurosa y rica novela histórica que tiene un mérito adicional. El recurso a lo que es casi la biografía de un emperador se deja impregnar por las resonancias de una de las más fuertes disyuntivas que haya enfrentado alguna vez la naciente civilización occidental. Hasta se puede decir que en la arena de ese conflicto estaba en juego su propia definición como cultura. Cuando Juliano alcanza el trono imperial (361), ya había sido promulgado por su tío Constantino el Edicto de Milán (313), transcendental pieza jurídica que consagra para el orbe romano la libertad de culto, aunque lo hace en una dirección política innegable: Incorporar al cristianismo, fuerza entonces creciente y organizada.
El tiempo que Gore Vidal dibuja en su novela “Juliano el apostata” difiere de aquel siglo II cuya atmósfera de incertidumbre permanece en el espíritu de quien haya leído las “Memorias de Adriano” de Marguerite Yourcenar. Allí se imponía ese tramo de la historia en el que “los dioses ya se habían ido, pero Dios no estaba todavía”. La era de Juliano (siglo IV) no refleja-como aquella- una transición. De lo que se trata aquí es de una tentativa de recuperación, un regreso al paganismo y los misterios de los iniciados, cuyo templo emblemático era Eleusis.
Quince siglos después, se pueden escuchar nostálgicas reivindicaciones de quien fuera la última esperanza teórica de cierto anticristianismo extemporáneo y con frecuencia próximo a concepciones elitistas. Por otra parte, el Juliano escolarizado carga con la imputación de retrasar el reloj de la historia. Claro que para esta visión crítica, la conversión del antiguo imperio en lo que ha de establecerse durante mil años bajo el nombre de “la cristiandad” supone la consumación de avances hacia algún paradigma cuya luz, por ahora, no refulge con la claridad que promete el cualquier discurso profético. Pero también germina aquí, desde la probable decepción histórica, una idealización del emperador que, para la fantasía opuesta, pudo haber cortado de raíz a la secta cristiana responsable de hacer declinar a una antigüedad presuntamente superior.
La novela de Vidal me hace recorrer la vida de Juliano pintando finalmente a un hombre que no fue ni el malvado irresponsable que atacaba al cristianismo con gratuita dedicación, ni tampoco el visionario que prefigura a los tiempos modernos con a su conocido inventario de reproches al cristianismo institucional.
Narrativamente, la acción comienza en un momento por demás significativo. La arquitectura del relato, armoniosa, se basa en la imaginaria correspondencia entre dos antiguos compañeros y funcionarios del emperador ya para entonces fallecido. Prisco y Libanio intercambian sus añoranzas y van perfilando al personaje central. Esto ocurre en 380, diecisiete años después de la muerte de Juliano y exactamente en el momento en que el emperador Teodosio –el primero en bautizarse- promulga el edicto de Tesalónica, que oficializa como religión del Imperio a la que se conocía como “credo niceno” (resultado de la interpretación del cristianismo surgida en el concilio de Nicea del año 325). En las confesiones que intercambian estos personajes ya se intuye el ambicioso destino de aquella humilde asamblea que reunía a escondidas sus pobrezas y esperanzas. Se percibe el tránsito de lo celestial a lo inmediato. La organización y politización del perseguido le hará tomar muy pronto responsabilidades de perseguidor. Solo faltan treinta y seis años para que una muchedumbre acometa en Alejandría el linchamiento de Hipatia, gran filósofa neoplatónica.
La introducción nos muestra a un Libanio irreductible, pretendiendo exhumar a la Roma perdida, publicando unas inéditas memorias del emperador renegado de la nueva fe. Imagina ese movimiento como un conato reivindicador del paganismo que reedite la abortada empresa de Juliano. Por su parte Prisco, ya afincado en Atenas y poseedor del manuscrito, es alguien mas reposado y que hace mejor las cuentas. Cree que aquel proyecto se ha tornado imposible porque el triunfo del cristianismo ya no se puede revertir. Si bien no ha de sumarse a la temeraria aventura, le envía a su amigo la copia solicitada. Con este muy buen pretexto emprende Vidal la conjetural autobiografía del emperador maldecido.
Aparece entonces en las páginas un hombre cuya nostalgia por el pasado de Roma lo empuja a una confusa mixtura. Allí donde cree preservar la tradición helénica, de raíz filosófica, deja lugar para un errático misticismo que lo va a poner a expensas de embaucadores espirituales. Juliano parece servirse de todo lo que remita al pasado sin distinguir demasiado las calidades. Su historia personal no excluye el venenoso aire que en Roma le aguarda a quien figure en una línea imperial sucesoria. Leo este escalofriante recuerdo infantil:
“De mi primo y predecesor, el emperador Constancio, aprendí a disimular y disfrazar mis verdaderos pensamientos. Una terrible lección, pero de no haberla aprendido, no hubiera vivido mas de veinte años. En el año 337 Constancio mató a mi padre. ¿Su delito? Consanguineidad. Fui perdonado a causa de que tenía seis años, y mi medio hermano Galo –que tenía once años- fue perdonado porque estaba enfermo y no se esperaba que sobreviviese”
La infancia incluye también la tensión intelectual con el incipiente cristianismo y su tendencia al dogma. Protegido y pariente de Eusebio de Cesarea –uno de los padres de la iglesia y obispo de Constantinopla -así retrata una parte sensible de su educación:
“El obispo tenía talento únicamente para explicar aquellas cosas que uno ya conocía, dejando en el misterio las que uno deseaba saber”
Con maestría, Vidal desgrana la azarosa vida de un candidato a la dignidad imperial que cuando es convocado a Roma no sabe si es para un asesinato o una coronación. Todo ese mundo de filosas presiones, intrigas y temores, encuentra en la novela verdadera excelencia representativa. Va con Juliano desde su niñez hasta su última batalla en un viaje interesante y lleno de necesarias precisiones. Se percibe la abundante documentación de la que se ha servido el autor. En la base de la tentativa restauradora del “apostata” hay por igual fundamentos y caprichos. Con piel política, el emperador desconfía de ese monoteísmo expansivo y orgánico. No le tocará ver como el Papa ciñe la corona más importante de Europa (880) pero ya huele al competidor del poder. Juliano se reclama heredero de las tradiciones helénicas. Su incomprensión del cristianismo también se alimenta de una omisión importante. Si Roma es el escenario de una lucha cultural entre Atenas y Jerusalén, Juliano toma partido por aquella que inspiraba a los filósofos en sus escarpados balcones donde se celebraban banquetes frente al candor azul del mediterráneo. Pero aquellas artesanías del saber eran también el producto de una sociedad esclavista. Este elitismo es el que le impide ver a nuestro héroe. Los “nazarenos” o “galileos” han desembarcado con una nueva mucho más prolífica que sus textos sagrados, que parecen oscuros y forzados frente a las formidables construcciones intelectuales de la Academia.Una amplia gama de pueblos bajo jurisdicción romana encuentra allí una pertenencia y una semilla cuyas ramificaciones, con el tiempo, buscarán descender a planos menos etéreos que el reino de Dios: La igualdad. “Ante Dios no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre” afirma Pablo en “Galatas”.
Los comienzos de esta predica ecuménica coinciden, por extraña paradoja, con la mayor expansión territorial de Roma. Trajano clava la bandera imperial en Asia, en el actual Irán (117). El verdadero enemigo del imperio es conceptual y la visión recaudadora y militar lo deja entrar en sus venas, lo coloca de este lado de la frontera. Ernest Renan afirma que una de las razones del triunfo del cristianismo es que aquel mundo necesitaba una reforma moral, un mito ejemplar, y esto no lo podía ofrecer ningún politeísmo. Las consideraciones del malogrado restaurador no incluyeron esa lectura.
En cuanto a la potencia de verdad de la nueva religión, parece que el personaje de Prisco es quien oficia del sutil “alter ego” del autor: Este profesor es un epígono de la escuela de Epicuro. Se trata de una vertiente poco afecta a adquirir excursiones celestes. Piensa que el fervor de Juliano no hace más que estacionarlo en otro casillero del vano laberinto tendido por el hombre para eludir la certeza incómoda de la muerte:
“Me siento frío ante los misterios porque los encuentro vagos y llenos de injustificadas esperanzas. No deseo ser nada el año próximo o el próximo minuto o cuando esta larga vida mía llegue a su fin. (No me parece larga a mí, ¡ni la mitad de lo que sería suficiente!) Sin embargo, sospecho que la “nada” es mi destino. Si fuese de otro modo, ¿Qué podría hacer con ello? Creer, como el pobre Juliano, que uno se encuentra entre los elegidos porque concurrió a una ceremonia de nueve días, que cuesta alrededor de quince dracmas, sin contar los gastos extras, es caer en la misma tontería de la cual acusamos a los cristianos cuando censuramos su amarga exclusividad y lunática superstición.”
A propósito del símbolo mistérico de la espiga de trigo y la sugerencia de la perpetuación personal, también es Prisco quien suelta esta visión quizá reductiva pero sostenida por un sarcasmo implacable en el que se puede atrapar al propio Vidal:
“En todo caso cuando Juliano miró con admiración a esa espiga de trigo que es revelada con tal solemnidad en el momento culminante de la ceremonia se sintió lógicamente exaltado, al creer que, así como el trigo se marchita, muere y renace, lo mismo ocurrirá con nosotros. Pero ¿Es correcta esta analogía? Diría que no. Por una cosa, no es la misma espiga de trigo la que surge de la semilla. Es una nueva espiga de trigo, lo cual sugeriría que nuestra inmortalidad, de esa manera, se encuentra entre nuestras piernas”
También son estos recios matices, los que hacen de “Juliano el apostata” una buena alternativa de lectura para disfrutar y entender.
ROMAN GANUZA
Posdata
Aunque no sea el tema del libro, no dejo de ver que flota entre estas cuestiones la pregunta no siempre agotada respecto a las causas por las cuales el cristianismo no pudo encontrarse en una comunión de principios con algunas vertientes filosóficas especialmente ascendentes en la Roma de los primeros siglos. Me refiero puntualmente al estoicismo. Antonino Pio y especialmente Marco Aurelio fueron los emblemas de este curioso desencuentro. Estoicismo y cristianismo pudieron haberse acercado en tanto compartían una visión de la vida marcada por el beneficio del desapego a lo exterior y la búsqueda de lo permanente en el ámbito espiritual. Sin embargo, un punto muy sensible los separaba de manera insoluble. La independencia y autonomía del hombre con respecto a cualquier otra entidad es un reclamo irrenunciable de la filosofía estoica. Este presupuesto resultaba inaceptable para el cristianismo. Para el estoicismo, la auto interrogación trasciende su mandato moral, se torna necesidad, si se admite que el orden personal y el universal son regidos por un mismo principio. Se inicia así un enfrentamiento, que se prorroga hasta el siglo XVII y traduce la división entre una tendencia humanista de cuño clásico y otra de tipo teísta, informada por el cristianismo desde su estado preconciliar hasta el escolástico. Esta lucha y su desarrollo conforman para Ernest Cassirer el núcleo de una Antropología filosófica. Una de las expresiones mas elevadas donde reluce la conciencia de esta dicotomía y la trascendencia de sus alcances, la sitúa el autor en la obra de San Agustín.